Persona, familia y escuela
como
bases de la calidad educativa
por Carlos
Hoevel
1.
Más
allá del pluralismo y el reduccionismo educativos
La expresión
“calidad educativa” parece denotar algo serio y definitivo, pero también
problemático. Es difícil, por no decir imposible, saber si una educación es de
buena o mala calidad si no entendemos primero cuál es su fin. La perfección de
una cosa- enseñaba insistentemente Aristóteles- se juzga en relación a su fin.
Pero, ¿cuál sería el fin de la educación? ¿Alguien puede arrogarse hoy -en
tiempos de pluralismo, democracia y celebración de la variedad- el derecho a
definir no solo lo que es una buena educación sino incluso lo que es “la”
educación a secas? Y, sin embargo, hay quien lo hace. Empezando por los
gobiernos que se proponen medir la calidad educativa. Aunque el verbo medir no
parece el más apropiado cuando se trata de cuestiones cualitativas, se
extienden por todas partes las mediciones de calidad, sin que, cosa curiosa, la
pregunta sobre el fin de la educación haya sido claramente respondida.
Actualmente
conviven en nuestra sociedad muchos fines simultáneos para justificar la
educación: “la adquisición de conocimientos y competencias”, “el aprender a
pensar y a elegir por sí mismo”, la “construcción de la identidad”, la
“concientización de los propios derechos”, la “capacitación para el trabajo”, entre
otros. Esta variedad de fines parece en principio algo bueno. ¿No es acaso un
progreso el haber reemplazado un sistema educativo homogéneamente gris por otro
más amplio y variado en el que crecen muchas especies de educación diferentes?
¿No somos todos los seres humanos diversos y necesitados por tanto de métodos
distintos, plurales y adecuados a cada uno para ser educados? Un pluralismo
educativo de este tipo tiene además la ventaja de que cada comunidad educativa
se puede concentrar en su ideario propio sin tener que someterlo todo a reglas
fijas que impiden el surgimiento de las novedades espontáneas que ofrece
siempre la realidad.
Sin embargo,
una consideración más profunda del tema, nos hace ver que incluso si adoptamos
una concepción radicalmente pluralista de la educación, la prosecución de todos
estos idearios particulares y específicos, termina por llevarnos, ya sea a
nivel individual como a nivel social, a la necesidad de vincularlos con los
otros y a todos entre sí. No hay método o institución educativa, por más
especializado que esté, que no tenga que ampliar su punto de vista abarcando
algún aspecto de todos los demás fines. ¿Qué verdadera “educación para el
trabajo” puede dejar de lado el “aprender a pensar por uno mismo” y viceversa?
Por otra parte, una política educativa que apuntara a un pluralismo absoluto de
fines se volvería sencillamente impracticable o terminaría envuelta en un
movimiento de dispersión insoportable.
La gran
tentación para superar los problemas de un pluralismo excesivo es la de reducir
todos los fines de la educación a uno solo. Durante la época de la formación de
los sistemas educativos, se buscó solucionar la dispersión de fines
subordinándolos todos a la educación del ciudadano y del trabajador de la
sociedad industrial. Aunque este tipo de reduccionismo parece actualmente
superado, existe hoy una fuerte tendencia
a reducir todos los fines de la educación a lo que dictan varias ideologías en
boga que van desde un economicismo puramente positivista, hasta un neo-marxismo
de estilo populista. Pero, ¿existe algún modo de encontrar un fin de la
educación lo suficientemente amplio y profundo que nos permita establecer un
criterio de calidad educativa sin caer en algún nuevo reduccionismo?
2.
La
persona como primer criterio de calidad educativa
La pedagoga
francesa Margarite Lena relata que una
estudiante coreana, llegada a Francia para estudiar filosofía y teología, le
decía que “su más grande y precioso descubrimiento concernía al sentido de ser
persona. Formada en la tradición confuciana, que define a cada uno por la
totalidad de sus roles sociales y los evalúa por normas puramente cuantitativas
de rendimiento académico, descubrió otra forma de concebir al ser humano, que
cambió radicalmente sus perspectivas” Lena señala acertadamente que, dada las
presiones que también en Occidente se están dando sobre las posibilidades de
una educación auténticamente personalista, hay que valorar la medida de este
descubrimiento. Es una convencida de que dado que “el hombre no es el producto
puro de la naturaleza y de la sociedad” sino que “es una persona con una
dignidad inalienable”, la tarea del
educador es “permitir el surgimiento de esta vida ‘en primera persona’ fuera de
la cual no hay más que conformismo ciego o repliegues individualistas” (Lena
2013: p.1).
Los intentos
de reducir el fin de la educación a las necesidades o demandas del Estado o del
mercado, encuentran en la actualidad una enorme resistencia por parte de una
mayoría no despreciable que ha alzado hace tiempo una bandera como fin
irrenunciable de toda educación: la realización personal del individuo. Pero, ¿en
qué consiste y qué implica exactamente tomar a la persona como primer criterio
para “medir” la calidad de una educación? Lena misma intenta explicarlo
apelando a la distinción entre los
conceptos de “individuo” y “persona”. “El
primero –sostiene- es descriptivo y estático; se refiere a cada uno como una
realidad empírica particular, distinta y separada de las otras, y por lo tanto, contable; podemos hacer
abstracción de las diferencias entre los individuos reteniendo sólo algunas de
las características comunes en un conjunto de ellos, lo que hace posible
clasificar en una categoría: el obrero, el consumidor, el ciudadano... De
esta forma podemos colocar en una lista
a los alumnos de una clase, y ‘tomar lista’ para verificar que la cuenta es
buena” (Lena 2013: p.2).
Muy diferente es, en su opinión
la idea de persona. A diferencia del mero individuo “la persona, por el
contrario, ‘no es un objeto. Incluso ella es aquello que en cada hombre no
puede ser tratado como un objeto ... No hay pues piedras, árboles, animales - y
personas que serían como árboles en movimiento o animales más inteligentes. La
persona no es el objeto más maravilloso del mundo ... Presente en todos lados,
no queda reducida a ningún lugar.’” En tal sentido, agrega Lena, “ ‘tomar lista’
adquiere así un nuevo significado: llamo a cada estudiante por su propio
nombre, y su respuesta es un acto de presencia, un ‘aquí estoy.’ Entonces puede
comenzar la clase.” La persona –afirma Lena- “elude una simple mirada
descriptiva, que la hace a la vez vulnerable, tan fácil de negar, e
invulnerable, resistente a todas las negaciones.” Sin embargo, “es invisible no
porque sea abstracta: la persona se manifiesta en su presencia en el mundo y en
los demás” (Lena 2013: p.2).
Una educación es, así, de calidad
cuando toma en cuenta esta presencia del yo personal en el centro de las
determinaciones corporales, familiares, culturales y sociales de un individuo,
ayudándolo en la tarea de asumir en la unidad de su yo la variedad de estas
determinaciones. En un ensayo que hoy se ha vuelto clásico,
Jacques Maritain (1943) afirmaba que la educación debe procurar incorporar
ciertamente todos los fines posibles, pero entendiéndolos como formando parte
de un conjunto mucho más amplio y profundo: el complejo conjunto de su
dimensión personal. En tal sentido, una educación de calidad implica un trabajo
incesante de remoción de obstáculos y de promoción de condiciones para que el
impulso total de la persona no se vea inhibido o absorbido por otros fines
menores. Resulta clave que en la etapa en que el chico o el joven da sus
primeros pasos buscando su propia identidad como persona, reciba una educación
que no le presente opciones demasiado reducidas y de corto alcance. Para ello
debe estar prioritariamente enfocada, al menos en las primeras etapas de la
vida, a lograr este fin último y primordial: poner las bases para comenzar a
recorrer el largo camino de la realización de la persona, al que luego con el
paso del tiempo y acompañando el crecimiento, se le irán sumando gradualmente
otros fines y horizontes más variados, especializados y múltiples. Por eso es
necesario reconocer un orden de prioridades que ayude a superar la dispersión
de una educación que hoy muchas veces intenta apuntar con igual intensidad a
todos los fines.
3. Despertar el espíritu y la inteligencia
De acuerdo a Lena, “no podemos
limitarnos al despertar de una vida ‘en primera persona’.” Es necesario
llamarla, solicitarla. “Quién se niega a escuchar la llamada y a participar en
la experiencia de una vida personal pierde el sentido, como quien pierde la
sensibilidad de un órgano que no funciona más.” De allí que la primera
condición para una educación de calidad “es la llamada al ser personal a través
de este principio interior de integración y
unidad que es en cada uno de nosotros la vida del espíritu. Me refiero a
la capacidad de pensar por uno mismo, de discernir y de comprender. Más
profundamente aún, podemos definir al espíritu como aquello que en nosotros
tiene el gusto de lo verdadero, lo bello, lo bueno, o que va en contra de la
entropía de las cosas, lo que nos hace capaces de invención, gratuidad,
maravilla, amor ... ‘sea que se trate de una zarabanda de Haendel, de una oda
de Horacio, de la voluta de una amonita, de un teorema de geometría, de la sonrisa
de ella o la voz de aquel, de un eclipse lunar o de la operación de un GPS’”
(Lena 2013: p. 3).
Tal como también afirma Lena,
todas las materias escolares pueden contribuir a la vida del espíritu, cada una
a su manera. Si se las presenta de una manera adecuada, pueden ayudar a refinar
“gradualmente el sentido de la verdad, el amor por la belleza, la atracción del
bien” abriendo al joven un “espacio de experiencia y un horizonte de
expectativas más amplias, más complejas y más ricas que las de la opinión
colectiva y las modas pasajeras.” En un contexto en el que “muy a menudo se le
pide a la escuela ser ‘eficaz’ en lugar de formativa, y donde las lógicas de la
administración, la gestión, la rentabilidad pueden ser más imperativas que el
desafío de nutrir a la persona, estas palabras pueden parecer idealistas o
defasadas. Sin embargo, ¿qué es la cultura, sino esta herencia de palabras,
obras e invenciones, cada una procedente de la vida del espíritu y testimonio
de la vida del espíritu? ¿Qué es la escuela si no el lugar donde se ofrecen los
más preciosos de esos legados para su acogida por las siguientes generaciones?”
En estos tiempos en que es una preocupación mejorar la calidad en las escuelas,
“¿tomamos en cuenta los recursos de verdadera humanidad, y por lo tanto de
auténtica vida moral, lejos de moralismos dogmáticos y abstractos, que
contienen las grandes obras de la literatura, los testimonios de la historia,
las preguntas de los filósofos? Al entrar en contacto con ellos, si el docente se atreve a arriesgar su
palabra más allá del formalismo y de los procedimientos, el ‘yo’ incipiente del
niño y el ‘yo’ a menudo indeciso y quebrado del adolescente van tomando
lentamente consistencia, universalizándose y profundizándose al mismo tiempo”
(Lena 2013: pp.3-4).
4.
Apelar a la libertad
Otra prioridad antropológica de
una educación de calidad, radica en la tarea de acompañamiento del ser
humano en su aventura de descubrir y desplegar del modo más sabio posible el
asombroso y temible poder que tiene sobre sí mismo, sobre los demás y sobre la
realidad en general: su libertad. De un modo audaz, el filósofo Antonio Rosmini
dio alguna vez una asombrosa definición del ser humano. La persona humana
–decía Rosmini- siendo un individuo empírico, biológico y sometido a las leyes
de un espacio y un tiempo concretos y limitados, tiene, al mismo tiempo, un
increíble poder: “el poder de afirmar (o de negar) todo el ser.” Afirmar el ser, explicaba Rosmini, “significa
reconocer, querer que el ser en sus infinitas posiciones exista y exista en
plenitud, es decir, amar el objeto connatural del amor, el ser, y sentir la
unión con el ser, es decir, llegar a la plenitud de la satisfacción, a la
felicidad” (Llano Torres 2016: p.81). En otras palabras, el ser humano en tanto
es persona puede, mediante su inteligencia y su libertad, re-conocer la verdad
de las cosas y de las personas, amarlas en su bondad y gozar así de la
felicidad a través de ellas. Sin embargo, este enorme poder de afirmación, es
un poder libre y por lo tanto, susceptible de convertirse en cualquier momento
en un poder falso, parcial o sesgado. El ser humano no solo puede negar o
falsear la auténtica verdad de sí mismo sino también de la realidad en general.
El sentido de la educación consiste así, para Rosmini, en acompañar al
individuo humano en su camino de reconocimiento, amor y unión lo más completa
y menos sesgada posible de la realidad,
tanto en sus particularidades individuales, como en conjunto. Aunque la educación no asegura el buen uso de
ese poder, está llamada al menos a poner las bases para favorecer su
orientación hacia el bien.
Pero para educar la libertad del joven,
eliminando gradualmente la pura coerción y el mecanismo, es imprescindible poner
esta libertad en relación dinámica con otras libertades: en primer lugar con la
del adulto educador. “Ser una persona –sostiene Lena- es normalmente ser capaz
de aportar algo nuevo en el mundo, de desplegar el poder de la iniciativa y de
la responsabilidad que le pertenece solamente a los seres libres. Pero para
ello tenemos que ser llamados por otros. ‘Yo no soy libre, escribe Mounier, por
el hecho de ejercer mi espontaneidad, me vuelvo libre si inclino esa
espontaneidad en el sentido de una liberación, es decir, de una personalización
del mundo y mí mismo.’ Todo educador sabe que allí se abre un largo camino,
hecho de períodos de latencia y de crisis, en el cual la libertad de un joven
se ensaya, se extravía, se recupera, se rebela para tomar poco a poco forma y
seguridad. Así es importante ofrecer a los jóvenes no solamente un clima de
confianza y respeto, sino también oportunidades, objetivos y ejemplos que les
permitan ejercer su capacidad de iniciativa y de asumir compromisos” (Lena
2013: p. 4).
La educación como desarrollo del
yo solo es posible cuando el educador apunta al centro afectivo e intelectual
donde se originan las inclinaciones más profundas, íntimas y particulares del
joven. El yo brota y crece cuando es interpelado por alguien: cuando es llamado
–y no presionado, seducido u obligado- por otro yo que apela a su libertad.
“Sólo el corazón habla al corazón” (John Henry Newman). Si el vínculo educativo
no toca el corazón de la persona, y este permanece dormido, frío o indiferente,
puede haber instrucción, entrenamiento o capacitación, pero no educación. No
es posible mejorar la calidad de la educación desde una perspectiva
despersonalizada y monocorde. Aunque
la instrucción, el entrenamiento y la incentivación conductista –típicas de
nuestros sistemas educativos despersonalizados- son en ocasiones necesarios
para obtener ciertos resultados, estos son siempre parciales y no representan lo
esencial de la educación. Solo si la inciativa educativa del adulto sale desde
el centro de su identidad libre buscando ese mismo centro en el corazón del
joven, esa iniciativa puede tener una respuesta verdaderamente efectiva y
duradera.
5.
Establecer un vínculo entre la cultura primaria y la secundaria
Una tercera prioridad está en restablecer las relaciones entre lo que
Luigi Negri llama cultura primaria y cultura secundaria. Cultura primaria es el
conjunto de experiencias que se forman espontáneamente dentro de nosotros desde
la niñez a niveles muy inconscientes y básicos a partir de nuestras
vivencias directas de la vida, antes de cualquier reflexión. Esta cultura
siempre está ahí, en el fondo de nosotros mismos, esperando ser
interpretada, reflexionada, elaborada, vuelta vida consciente. La cultura
secundaria se expresa en una idea, en una obra, en una acción o en
cualquier otra forma concreta que nos permita vivir y, sobre todo,
que nos inspire a vivir. Esta es precisamente la función de la cultura
secundaria: la de elaborar y reinterpretar la cultura primaria que cada uno
trae consigo en otros códigos más elevados y reflexivos. La vida humana –y
en especial la vida joven- sólo puede respirar y desarrollarse si se integra
dentro de un círculo dinámico, abierto y siempre creciente entre la propia
cultura primaria y la cultura secundaria que le proporciona el medio para su
elevación. Si el círculo entre ambas culturas se rompe, la persona se
fragmenta y se achata. Si el joven renuncia
a su cultura primaria, se vacía y se desvitaliza, pasando solo a funcionar o
perdurar en una forma mecánica y sin vida. Si, en cambio, renuncia a la cultura
secundaria, termina por arder, quemarse por dentro o deprimirse, dominado
por una vitalidad sin un objeto más elevado a dónde apuntar.
Una educación basada en la
cultura o experiencia primaria no equivale, sin embargo, al cultivo narcisista de
una identidad completamente subjetiva que solo habría que expresar, sin que
requiriese nada venido de afuera. El ser humano está llamado a mucho más que
eso. Aunque la educación debe partir de las experiencias que cada chico o joven
trae consigo, y que son parte irrenunciable de su identidad viva y original,
esta última se forma y crece solo cuando entra en contacto con un ideal
superior que la eleva. En especial a través de los adultos con una identidad ya
formada, los niños y jóvenes van vislumbrando los modelos de personalidad con quienes
identificarse, los ejemplos a imitar o a rechazar. A través de los adultos,
también se van abriendo a su mirada las diversas formas objetivas del ser. La
educación de calidad implica así, un atento cuidado por parte del adulto, del
proceso de despliegue del yo del joven, respetuoso de sus propias experiencias
primarias, pero también, al mismo tiempo, de una capacidad de ofrecer una amplia
apertura a la realidad. El crecimiento libre del yo no es así algo opuesto a la
autoridad sino todo lo contrario. La propia palabra autoridad, que procede del verbo augeo –que significa “hacer crecer”- indica que una educación de
calidad necesita de modo imprescindible un claro y firme punto de referencia
adulto que guíe y proponga horizontes hacia los cuales se pueda orientar el
crecimiento (Narodowski 2016).
A pesar de la psicopedagogía moderna, de los métodos participativos,
de la integración de los diferentes –todos cambios sin duda positivos- la
cultura primaria sigue en general en la actualidad siendo ignorada o
estando desconectada de la secundaria en la escuela. Por otro lado, la cultura
secundaria se presenta en general de un modo cada vez más abstracto,
impersonal, vacío de experiencia de la realidad y carente de una orientación
trascendente. La consecuencia es simple: cuando la experiencia primaria de
los jóvenes es ignorada o se queda sin intérprete y sin un alto ideal a
dónde apuntar, sale de la escuela buscando otros lugares -y no precisamente los
más elevados y constructivos- en donde se siente mejor reflejada. Así, restablecer el vínculo entre
cultura primaria y secundaria, para que ambas se retroalimenten y eleven,
constituye hoy otro de los desafíos particularmente urgentes de una educación
de calidad verdaderamente centrada en la persona.
6.
Respetar el tiempo humano
La educación de calidad,
entendida como despliegue o germinación del ser humano, requiere finalmente
también de tiempo. Es siempre un proceso, un camino de acompañamiento de la
persona a lo largo de las distintas etapas de su vida. Se basa en la evidencia
de que la persona vive no sólo en un tiempo cronológico, marcado por el
calendario y las agujas del reloj. Es crucial prestar atención al tiempo vital,
humano, regido por las leyes generales de la naturaleza humana y las leyes
específicas de cada individuo de acuerdo a su personalidad, su temperamento, su
irrepetible identidad física y espiritual. Estas últimas son las que establecen
los ritmos vitales, psicológicos y espirituales para su desarrollo.
Uno de los principales enemigos
de la calidad educativa es la pérdida del sentido del tiempo vital y humano
tanto del educando como del educador. La fragmentación, la discontinuidad, el
salto de una cosa a la otra, el cambio permanente de puntos de vista, la
variación constante de propuestas y de referentes adultos, la falta de
horizontes amplios y de una perspectiva de largo plazo, destruyen el tiempo
humano que requiere la educación y la
reducen frecuentemente a escombros.
Solo al paso de los meses y de
los años se van descubriendo las características fundamentales de la
personalidad, las inclinaciones más fuertes del corazón, las potenciales
virtudes y defectos, las posibilidades ocultas. La educación entendida como
acompañamiento de este despliegue positivo del yo exige así también siempre y
necesariamente un método personal y artesanal. Si bien existen sistemas y
métodos en gran escala para llevar adelante la tarea educativa, estos son
siempre instrumentos secundarios con respecto al núcleo del proceso educativo
que exige, si quiere ser de calidad, ser hecho a la medida de cada educando.
7. La familia: lugar prioritario de la educación
“Hace falta
un pueblo entero para educar a un niño.” Este tan conocido proverbio africano
deja en claro que la educación es algo demasiado grande e importante para que
esté únicamente en manos de los llamados profesionales de la educación. Ni
siquiera el Estado es suficiente para hacerse cargo de la educación porque el
Estado es siempre, por más poderoso que sea, algo mucho menos importante y
crucial que la persona. Esta última se subordina al Estado solo bajo ciertos
respectos, pero está mucho más allá de este en lo fundamental: su dignidad
trascendente. La persona es tan amplia y profunda que requiere en realidad de
toda la sociedad para poder ser educada: del Estado, de la comunidad, de la
escuela y de la familia. Sin embargo, y aunque muchas veces sea nombrada en
último lugar, la familia ocupa el lugar principal.
Existen
muchos argumentos que se pueden esgrimir para negar a la familia el lugar prioritario
en la educación humana. Por un lado, las incontables experiencias negativas de
vida familiar. ¿No es acaso la familia una institución limitada, estrecha
-incluso a veces muy estrecha- y en ocasiones –demasiadas ocasiones- opresiva y
violenta? No solo las situaciones más negativas –marcadas por el desamor, la
indiferencia o el abuso físico y psíquico- sino el hecho simple de la
dependencia de una autoridad paterna, hacen que la familia se vuelva para muchas
personas, un peso más o menos odioso. ¿Quién no sintió alguna vez su salida de
la familia de origen como una experiencia liberadora? Si a esto sumamos que
muchos siguen viendo a la familia como una estructura superviviente de la
sociedad patriarcal, poco quedaría en ella de educativo.
El grito
“¡Familias, os odio!” que lanzara André Gide en los años 60 como forma de
reivindicación de la libertad de tantos oprimidos por la familia –mujeres,
niños, homosexuales- sigue para muchas personas plenamente vigente. También se
la puede cuestionar por el lado de la eficiencia y la transparencia. De hecho,
¿no atienden mejor a los niños y ancianos los modernos sistemas de bienestar
social más avanzados –como los de los países nórdicos- que han terminado de
independizar a los hijos en los cuidados difíciles de sus parientes cercanos y
tienen bajo la lupa a los padres violentos o descuidados? Incluso cabría
también objetar el rol de la familia en la educación partiendo de otra
constatación: la evidente decadencia actual de la familia como espacio estable
para la socialización primaria. ¿Para qué seguir hablando del rol educador de
la familia cuando esta se ha convertido en buena medida en un espacio
fragmentado por el divorcio, penetrado por los medios y tecnologías de la
comunicación y eclipsado en su autoridad y su capacidad de transmisión
intergeneracional por una sociedad que hipnotiza tanto a los adultos como a los
jóvenes con los falsos modelos del consumo, el individualismo y el éxito?
Y, sin
embargo, tal como señala, con bastante rabia, Alain Badiou “es muy sorprendente
ver que, en este siglo, la familia ha vuelto a convertirse en un valor
consensual…Los jóvenes la adoran y, por lo demás, permanecen cada vez más
tiempo en su seno” (Badiou, 2009: p.92). La pregunta es porqué. Tal vez sea,
como el mismo Badiou señala con ácida ironía, porque los jóvenes de hoy desean
ser un “buen padrecito, una buena madrecita, un buen hijito, llegar a ser un
ejecutivo eficiente, enriquecerse todo lo posible y dárselas de ciudadano
responsable” (Badiou 2009: p. 92). Más allá de estas crueles sospechas, lo
cierto es que, a pesar de lo que podamos protestar contra sus evidentes
defectos, no se ha inventado hasta ahora nada que sustituya a la familia como
lugar básico para la nidificación del individuo humano. Lo han demostrado hace
mucho tiempo los más variados estudios de la psicología del desarrollo. A
través de ellos se ha podido descubrir que el núcleo de la propia identidad y capacidades
personales –tanto físicas como psíquicas- sólo germina si el suelo y los
nutrientes más inmediatos que rodean a la persona en sus primeros años de vida
son suficientes y adecuados. El éxito de la educación como colaboración con el
desarrollo del núcleo personal depende, especialmente en las etapas posteriores
de la infancia, la niñez y la adolescencia, del grado de desarrollo y
fortalecimiento del yo del niño que tiene como eje central la autoestima que
tiene su origen indiscutible en el amor materno y paterno.
Tal como lo
demostró Donald Winnicott, para
el desarrollo sano del núcleo del yo tienen una importancia crucial la
existencia de relaciones afectivas tempranas “suficientemente buenas” del niño,
especialmente el reconocimiento amoroso de la madre o del adulto sustituto que
ejerce las funciones maternas. También es crucial la intervención del padre o
de la figura paterna en apoyo y fortalecimiento de este reconocimiento y,
posteriormente, en la salida sana de esta primera relación afectiva
fundamental. Estas relaciones amorosas intrafamiliares, que no pueden ser
reemplazadas, como también se ha podido comprobar empíricamente, por ningún
servicio estatal o privado de ciudados sustitutivos, actúan directamente sobre
la constitución psíquica del individuo, favoreciendo o deteriorando su
autoestima, que es el factor fundamental que influye en todo su desarrollo
educativo posterior. En tal sentido, afirma Fernando Savater, parafraseando a
Goethe, “da más fuerza saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor,
cuando existe, nos hace invulnerables. Es en el nido familiar, cuando éste
funciona con la debida eficacia, donde uno paladea por primera y quizás última
vez la sensación reconfortante de esta invulnerabilidad” (Savater 2008: p. 55).
8.
El modo en que la familia educa
La familia
es un ámbito de la vida que puede ser conflictivo, agobiante y muchas veces
violento, pero incluso con todos estos defectos quien nace en medio de una
familia sabe consciente o inconscientemente, que es siempre el fruto de un acto
de sumo riesgo y entrega que es el de engendrar, aunque este acto haya tenido
lugar en medio de las mayores dificultades posibles. Intuye que los lazos que
lo unen a sus padres y hermanos, sean ellos de la índole que fueran, son
vínculos profundos, irrenunciables y forman parte de la trama más honda de la
vida. Incluso cuando estos vínculos hagan solo sufrir, enseñan a vivir, y si
son buenos, educan de un modo en que no puede hacerlo ninguna educación formal.
Sobre todo por la vía del ejemplo en las actitudes básicas de vida, que surgen
de un amor lúcido y auténtico, los padres educan acerca del secreto, no siempre
fácil de descubrir, de la intrínseca positividad de la vida. El mensaje
educativo fundamental en toda familia debería ser: “¡vale la pena vivir! Y esta
confianza básica en la vida, que da solo el amor, educa para siempre.
Lo notable
de la modalidad de educación que se da en la familia es que esta se desarrolla
no como una actividad diferenciada y específica, sino junto con y a través de
muchas otras actividades de la vida. La familia no educa –como la escuela-
primordialmente de modo directo, sistemático y teórico, sino de modo indirecto,
espontáneo y práctico: es decir lo hace a través de la vida y de todo lo que
ella trae consigo. Aunque uno de los fines centrales del matrimonio es la
educación de los hijos, este fin no se logra la mayor parte del tiempo de un
modo intencional. Ninguna familia siente que vive su vida solo para educar,
sino que ante todo vive su vida y, en medio de ella, como por decantación,
educa. La familia es
la única realidad social que es al mismo tiempo pequeña pero compleja, cálida
pero organizada, flexible pero sólida, como para ofrecer múltiples
posibilidades de aprendizajes por ensayo y error y dentro del clima de
razonable libertad que se necesita para expandir el impulso inicial de la
persona. Además de ser
el espacio imprescindible para la educación en el amor, la familia
ofrece al individuo aprendizajes fundamentales que proporcionan las bases para
su educación posterior. En ella se aprender a comer, a vestirse, a usar y
conservar las cosas, a compartir, a convivir, a dialogar, a respetar, a luchar,
a festejar, a rezar, a sufrir y, sobre todo, como ya hemos señalado, a amar. La
familia es una entidad en la que sobre todo se aprende –o se debería aprender-
a amar.
De ahí la
importancia central de la familia para lograr una educación de calidad que
apunte al fin último de la vida que es, como hemos visto, el de realizarse como
persona. De allí también lo incomprensible de unas propuestas o mediciones de
calidad educativa que no incluyan a la familia o que la consideren como un mero
entorno de lo que pomposamente se llama, como atribuyéndole una autonomía y una
soberanía absolutas, “sistema educativo.” Parte
de la obligación del Estado, de la sociedad y de la escuela, está en
interesarse y colaborar con la familia. Esta colaboración se hace cada vez más
necesaria en la medida en que la familia tiende hoy a fragmentarse y los buenos
ejemplos y modelos a imitar se debilitan, afectando tanto el sentido de
autoestima del niño–con todas sus consecuencias negativas de violencia,
adicciones y sexualidad irresponsable- como los aprendizajes básicos,
imprescindibles para el desarrollo de otras capacidades. El Estado tiene así la
exigencia de cooperar más estrechamente con los padres para suplementar las
carencias originales del medio. Pero el derecho y la responsabilidad
fundamental de la educación de los hijos la tienen los padres. Aunque sería
necio no celebrar la caída de un modelo familiar excesivamente riguroso y de
rasgos autoritarios como el de antaño, la decadencia de la auténtica autoridad
paterna no tiene para la educación nada de positivo. “El desdibujamiento o la
abolición de esta figura- señala Savater- plantea dificultades de
identificación positiva a los jóvenes.” De allí que la primera condición de toda
calidad educativa reside en la recuperación de los padres en su condición de
tales. En tal sentido, “para que una familia funcione educativamente es
imprescindible que alguien en ella se resigne a ser adulto” (Savater 2008: p.60).
9.
La justificación de la escuela en la sociedad actual
La mayor
parte de las sociedades primitivas carecieron de instituciones educativas
específicas. Los aprendizajes necesarios para la vida se hacían dentro del
ámbito de la familia y de la comunidad en las cuales los mayores o más expertos
transmitían espontáneamente sus saberes a los más jóvenes e inexpertos. La
narración y la imitación de saberes y prácticas tradicionales ocupaban en ellas
un lugar central. Pero en la medida en que la sociedad se complejizó y los conocimientos
se multiplicaron, la transmisión de saberes realizada en la familia y la
comunidad no fue suficiente y se volvió necesario instituir espacios educativos
especializados. Las escuelas formadas por maestros y discípulos en la
Antigüedad, los gremios de artesanos y otras escuelas de artes y la Universidad
en la Edad Media, las academias en el Renacimiento y la escuela y la educación
superior modernas en sus distintos niveles, han sido pensadas y organizadas con
una lógica claramente diferenciada de la familia, la comunidad y la sociedad.
De hecho, la palabra escuela, del griego “σχολἠ”, significaba originariamente
“tiempo libre”, es decir tiempo no dedicado al trabajo ni a las otras
actividades de la vida, que se desarrollaban en el ámbito de la familia. El
objetivo de la creación de la escuela fue así abrir un espacio aparte de la
vida cotidiana de la familia, para lograr enfocarse en un aspecto central de la
educación que la primera, por su propia naturaleza, no lograba ya realizar por
sí sola: la formación de la persona a través del conocimiento, lo cual
constituye la esencia misma de lo académico o de lo escolar.
Sin embargo,
desde ya hace varias décadas muchos se preguntan si la escuela sigue siendo
realmente necesaria para lograr una educación de calidad. Después de haber sido
considerada como una institución imprescindible para lograr la alfabetización,
la transmisión de conocimientos y la formación de los ciudadanos, hoy parece
impotente para dar razón de sí misma. La alfabetización de toda la población en
los países desarrollados y de un alto porcentaje en muchos países
subdesarrollados, el debilitamiento de los Estados nacionales y la irrupción de
las nuevas tecnologías, han convertido su misión en un gran interrogante. No
son tan pocos quienes sostienen que hoy es absurdo hacer pasar tantos años a
niños y jóvenes sentados en un pupitre cuando en la llamada sociedad del
conocimiento basta apenas con un clic en un buscador de internet para obtener
cualquier clase de saber desde un celular (Tiramonti,
2005). Incluso muchos conjeturan que los desarrollos actuales
y futuros de la inteligencia artificial permitirán en poco tiempo reemplazar
completamente a la mayoría de los maestros y profesores de modo que los niños y
adolescentes puedan desarrollar por sí
mismos y de modo poco costoso las competencias y capacidades que necesitan.
Finalmente hay quienes, a pesar de la variedad de opciones en materia de
idearios filosóficos o religiosos que hoy ofrece la educación privada,
consideran que el riesgo de un adoctrinamiento ideológico permea no solo a las
escuelas estatales -hoy fuertemente influidas por el llamado pensamiento
políticamente correcto- sino a toda la educación escolar en general.
Además de
las razones mencionadas, otros esgrimen argumentos de tipo rousseauniano o
basados en visiones pedagógicas que propician la eliminación o, por lo menos,
la dilución de los límites del espacio escolar buscando integrarlo en un único continuum con la vida cotidiana. Se
argumenta que dado que aprendizajes básicos como el lenguaje pueden realizarse
espontáneamente fuera de la llamada educación formal, podría lograrse lo mismo
con todo el resto de los aprendizajes del itinerario escolar. Se busca superar
así lo artificial, cerrado y formal del espacio escolar convencional,
volviéndolo lo más parecido al espacio cotidiano, íntimo y práctico de la vida
familiar y social externa a la escuela. Las actividades específicamente
escolares deberían estar inmersas -según estas propuestas- en una praxis
informal y difusa de actividades del más diverso tipo, realizadas sin
establecer ninguna diferenciación ni jerarquía. Así, se debería imitar en la
escuela lo que ocurre en la vida.
Lo cierto es
que aunque la educación empieza por casa y tanto la sociedad como la calle son
también maestras de la vida, “no todo puede aprenderse en casa o en la calle,
como creen algunos espontaneístas” (Savater 2008: p. 41). No solo las ciencias
en su desarrollo superior, sino incluso el aprendizaje de capacidades básicas
como la lecto-escritura y las operaciones elementales de matemáticas requieren
de un espacio supra-doméstico, con maestros preparados y con disponibilidad de
tiempo, que hoy no tienen la mayoría de los padres y que por el momento no
pueden ser reemplazados –y probablemente nunca lo sean- por tutoriales ni aplicaciones
de internet. Por otro lado, si consideramos el resto de los conocimientos y
aprendizajes más complejos, ¿cómo conseguir de modo práctico y económico
maestros y profesores especializados en distintas disciplinas que puedan ayudar
a los chicos y jóvenes a asimilar y discernir lo valioso e importante en medio
de la infinita masa de información disponible en internet sino es reuniéndolos
a todos en las escuelas?
Por otra
parte, la pedagogía moderna también ha demostrado la importancia central de los
vínculos intersubjetivos y comunitarios en el aprendizaje que exige, en los
distintos tramos del itinerario educativo, un ámbito no meramente virtual, sino
presencial con toda la riqueza de la gestualidad, el lenguaje corporal y la
interacción directa que solo este último ofrece. Sumado a esto, sigue todavía
vigente la necesidad de un espacio físico escolar concreto en común que
constituya la base mínima para la supervivencia de un sentido de pertenencia
social y de formación ciudadana. Asimismo, habría que agregar la necesidad cada
vez más urgente de que la escuela compense buena parte de las carencias
educativas de la familia - pérdida de la transmisión de saberes básicos en el
nivel práctico y narrativo, vacío en la formación intelectual y moral- producida
por la ausencia, falta de tiempo o pobreza material o cultural de los padres y
la irrupción violenta de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación en
el ámbito familiar. De allí la necesidad del crecimiento de una oferta de
propuestas escolares -privadas y estatales- mucho más variada y rica en
contenido formativo integral que permita ampliar las opciones de elección libre
de las escuelas de acuerdo a las convicciones y creencias de los padres.
10. Relaciones entre escuela y familia: diferenciación y
complementariedad
En este
sentido, creo que es un error fatal para la calidad educativa una tendencia que
se viene registrando hace tiempo: el intento de absorber la lógica de la
escuela dentro de la lógica de la familia y la sociedad. Cuando esto sucede, se
desdibuja la tarea específica de la escuela, que pierde gran parte de la
potencia que le da el ser una organización concentrada en la formación humana
con foco en el conocimiento. Pero también se desdibuja la tarea educativa de la
familia, que tiene que reparar con tiempo, dinero, preocupaciones extras y
actividades complementarias, todo lo que la escuela no le da. Fenómenos como el
homeschooling, el unschooling y otros movimientos que
propician la desescolarización, reflejan claramente el malestar en torno a una
escuela que, en medio de experimentos y confusiones de todo tipo, parece haber
perdido para muchos gran parte de su sentido. Como resultado final se perjudica
el fin último de la educación, que queda recortado y deteriorado tanto del lado
de la familia como del de la escuela.
La
distinción entre la educación informal o familiar y la formal o escolar no
implica, sin embargo, una separación completa ni tajante entre las dos
modalidades. Las familias pueden ofrecer espacios “escolares”, como el que se
da a la hora de la tarea o a través de actividades específicamente académicas
que puedan tener lugar en medio de las actividades cotidianas. Tampoco, por
otra parte, la escuela es solo una máquina de enseñar. Por el contrario, es
fundamental que se cultive en ella un tipo de convivencia análogo al de una
comunidad e incluso, en ciertos aspectos, al de una familia para que las
relaciones estrictamente educativas tengan un humus vital, humano y moral rico
que les permita encontrar un lugar para crecer. Además, la familia y la escuela
–junto con la comunidad próxima y el Estado- tienen que dialogar, formar
vínculos estrechos y colaborar entre sí, coordinando sus diferentes lógicas,
valores y actividades, para poder procurar juntos el fin común de la educación
que venimos señalando.
9. Conclusión
“No creo que sea necesario saber exactamente
lo que soy. En la vida y en el trabajo lo más interesante es convertirse en
algo que no se era al principio. Si se supiera al empezar un libro lo que se
iba a decir al final, ¿cree usted que se tendría el valor para escribirlo? Lo
que es verdad de la escritura y de la relación amorosa también es verdad de la
vida. El juego merece la pena en la medida en que no se sabe cómo va a
terminar” (Foucault,1990: p. 141). Con esta reflexión, Michel Foucault intentaba
definir el carácter libre de la vida humana y también de la educación como un
juego con final completamente indefinido. ¡Qué tediosa sería la vida -parece
pensar él- si se nos hubiesen establecido unos fines que supiéramos de antemano
que tenemos cumplir! Pero, si tomamos estas afirmaciones literalmente en serio,
¿no caemos en una arbitrariedad total? ¿Cómo podemos, desde una indefinición
tan grande sobre nuestro fin emprender alguna acción educativa con sentido? La
educación, y la vida, ¿conservarían asimismo su interés si fueran solamente un
juego completamente abierto sin ningún fin último que buscaramos seriamente
alcanzar? Tal como afirmaba siempre
Emilio Komar, citando al psicoanalista Paul Schilder: “No hay ningún juego que
sea solamente juego: siempre en todo juego hay alguna responsabilidad. Nos
gusta engañarnos con la idea de que podemos prescindir de las acciones y de que
podemos no actuar como personalidades totales, posponiendo nuestro compromiso
interior. Pero en el fondo de nuestra personalidad sabemos que la verdadera
belleza de la vida radica en su carácter profundamente serio e inexorable”
(Schilder 1958: pp. 230-231).
Mucho tiempo
antes que Foucault, también se habían pronunciado sobre este punto Píndaro y
Sócrates. En solo dos frases -que ambos decían haber escuchado del oráculo de
Delfos- resumían el fin de toda educación: “conócete a ti mismo y sé lo que
eres.” Pero, ¿en qué consiste este misterioso conocimiento y cómo lograr ser lo
que somos? Una respuesta diáfana a esta pregunta nos la ofrece,
sorprendentemente, Nietzsche. Aunque al igual que Foucault su filosofía, basada
en la voluntad de poder, debería haberle impedido pensar en un fin o sentido
último de la educación y de la vida, su fina intuición le hizo reconocerlo con
increíble claridad. De esta manera hablaba al respecto:
“Que el alma joven observe retrospectivamente
su vida, y que se haga la siguiente pregunta: ¿qué es lo que has amado hasta
ahora verdaderamente? ¿Qué es lo que ha atraido a tu espíritu? ¿Qué lo ha
dominado y, al mismo tiempo, embargado de felicidad? Despliega ante tu mirada la
serie de objetos venerados y, tal vez, a través de su esencia y su sucesión,
todos te revelen una ley, la ley fundamental de tu ser más íntimo.” Y concluía:
“tus verdaderos educadores y formadores te revelan
cuál es el auténtico sentido originario y la materia fundamental de tu ser…tus
educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores. He aquí el secreto de
toda formación: no presta miembros artificiales, narices de cera, ojos de
cristal. Lo que estos dones pueden dar es más bien la mera caricatura de la
educación. Porque la educación no es sino liberación” (Nietzsche 2000: p.29).
Creo que las enseñanzas de Píndaro, Sócrates y Nietzsche resumen de
modo profundo la doble cara de cualquier educación: la tarea de orientar la
inmensa variedad de tendencias y fines de la naturaleza humana, encarnadas de
modo irrepetible en cada yo, hacia su despliegue libre y bueno por medio de su
gradual apertura a su fin o sentido último. La potente,
incesante y por momentos loca búsqueda de fines que podría proponerse alcanzar un
individuo no debería confundirnos. La educación debe acompañar, guiar y, en
algunos momentos, seguramente, corregir esta búsqueda. Más allá de toda tentación de reducir la educación a cualquier
determinismo natural o social, o a una utópica libertad autónoma completamente
desprovista de fines, la educación apunta a ayudar a otros a alcanzar el más
grande fin de la aventura humana: nada menos que el Destino último para el cual
cada mujer y cada hombre están hechos (Giussani 2005). Pero también obliga, a
quienes tanto en la familia como en la escuela practican esta singular
actividad, a mantenerse respetuosamente justo al borde del misterio del espacio
íntimo en que cada persona se juega ese Destino por medio de su impredecible
libertad.
Referencias
Badiou,
Alain (2009). El siglo, Ediciones Manantial.
Foucault, Michel (1990). Tecnologías del yo.
Barcelona, Paidós, pp. 141-150.
Giussani, Luigi
(2005). El riesgo educativo. Bs. As., Ciudad nueva.
Lena, Marguerite (2013). Cuando
la persona se despierta...Educatio N° 2. Disponible en http://revue-educatio.eu/wp/wp-content/uploads/2013/11/F-Lena-MF_20131110.pdf
Llano
Torres, Ana (ed.) (2016). La lucha por el individuo común, anónimo y
estadístico. Textos escogidos de Giuseppe Capograssi, Madrid: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales.
Maritain Jacques
(1943). Los fines de la educación. Conferencias en la Universidad
de Yale. http://www.jacquesmaritain.com/pdf/10_EDU/01_ED_FinEdu.pdf
Narodowski, Mariano (2016). Un mundo sin adultos. Familia, escuela y
medios frente a la desaparición de la autoridad de los mayores. Bs. As.:
Debate.
Nietzsche
Wilhelm, Friedrich (2000). Schopenhauer
como educador. Madrid: Biblioteca nueva.
Savater,
Fernando (2008). El valor de educar. Bs. As.: Paidós.
Schilder, Paul, (1958). Imagen y apariencia del cuerpo humano , Bs. As.,
Paidós.
Tiramonti, Guillermina (2005). La escuela en la encrucijada del
cambio epocal. Educ. Soc., Campinas, vol. 26, n. 92, po. 889-910.
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