sábado, 21 de septiembre de 2019

El deber de fidelidad en el matrimonio por Gabriel Mazzinghi



El deber de fidelidad en el matrimonio



Por Gabriel Mazzinghi

Me han pedido una colaboración para esta prestigiosa revista, sobre la cuestión que se desprende del título. 
Se trata de hacer un enfoque jurídico de este interesante tema, que ha sido objeto de un gran debate en nuestro país, y en el mundo entero.
Debajo del Derecho, la Filosofía
Como suele ocurrir con tantas cuestiones del Derecho, debajo del tema jurídico o legal, se esconde un planteo de índole moral e incluso – diría – filosófica. 
Esto nos lleva directamente a formularnos una pregunta que se refiere a la subordinación - o no - del orden jurídico normativo al orden moral, o, dicho en otras palabras, del Derecho Positivo al Derecho Natural. 
Cuando se crean o establecen las normas jurídicas, éstas ¿deben seguir o respetar los dictados de la naturaleza, de eso que llamamos el “Derecho Natural” o el orden natural de las cosas?
¿O los hombres, que ejercen el poder de una determinada comunidad, en un tiempo determinado, tienen una libertad absoluta para legislar sobre todas las cuestiones, sin estar obligados a respetar lo que proviene de un orden natural, cuya existencia algunos niegan? 
Se trata de una cuestión filosófica, o más específicamente antropológica (pues se refiere al hombre mismo), que en el fondo remite a una pregunta todavía anterior: 
¿Existe la naturaleza? 
¿Existe, propiamente hablando, una naturaleza humana, un “deber ser” que sea propio y condigno con el hecho mismo de ser hombre?
¿Tenemos los hombres, por el hecho de ser tales, ciertas pautas, impresas en nuestra naturaleza, que deben ser respetadas? ¿O tal naturaleza no existe, y entonces, la posibilidad de legislar se despliega en un arco de 360 grados, en un esquema de absoluta libertad?
¿Venimos, podríamos decir en lenguaje más coloquial, con un cierto “manual de instrucciones” (como los electrodomésticos, una televisión, una licuadora, un microondas…), o carecemos de todo orden interno, de toda “estructura”, de modo que los legisladores pueden legislar en forma libérrima, sin ningún tipo de límite que respetar?
La respuesta que hayamos de dar a estos interrogantes, que formulamos con cierta sencillez y sin innecesarios tecnicismos, nos dará una orientación que terminará por resultar decisiva, a la hora de hacer un juicio fundado sobre muchas cuestiones de índole moral y jurídica que, al cabo de siglos de discusión, no terminan por quedar establecidas. 
Así por ejemplo: el aborto, la distinción de los sexos, la naturaleza del matrimonio, los derechos de los padres respecto de la educación y formación de sus hijos, el respeto a la vida humana, la dignidad de toda persona humana, sana o enferma, la esclavitud, etc.
Es curioso, porque en el orden de las ciencias naturales, tiene lugar un proceso de acercamiento lineal o de ascenso a las verdades de distinto tipo: en el campo de la física, la medicina, la matemática, la ingeniería, la biología, el conocimiento y la utilización de la energía atómica, etc., por citar algunos ejemplos, el hombre progresa, avanza, y va apoyando unas verdades empíricas sobre otras que han sido descubiertas con anterioridad, y que luego dejan de discutirse y terminan por ser universalmente aceptadas o admitidas. 
En cambio, en lo que se refiere al tema que nos ocupa, que se vincula con el campo ético o moral, y con las normas que, de existir, debieran regular la vida de los hombres, ocurre todo lo contrario, y el hombre, a lo largo de los siglos, discute y se plantea a lo largo de los siglos – sin llegar a resolverlos – los mismos problemas, que no encuentran una solución. 
Parecería que la realidad moral y jurídica, en la medida que más se acerca a la valoración de la conducta humana, más se desdibuja, acaso porque el hombre – muchos hombres – no están dispuestos a renunciar a uno de sus bienes más preciados, que es el de la libertad (no siempre bien entendida…)
Pues si yo digo que el hombre es “algo” determinado, si digo que el hombre tiene determinados fines que lo trascienden y lo orientan, si digo que tiene una determinada estructura o conformación, parecería – en el sentir del pensamiento propio de esta postmodernidad que estamos viviendo – que le pongo límites a una libertad que se quiere y se proclama absoluta, irrestricta…, de manera que toda idea de “orden dado”, de “orden natural”, de “deber ser” o de “deber actuar, el hombre, conforme a su naturaleza”, termina por ser rechazada por muchos. 
El hombre ¿es “algo”, o no es específicamente “nada”?
Más aún: ¿El hombre es algo concreto (primera alternativa), tiene una esencia que le es propia, viene con algo que le es dado por su propia naturaleza, que es connatural, que lo orienta y lo limita de algún modo, o el hombre (segunda alternativa) es, en cambio “pura libertad” como sostienen, siguiendo a Jean Paul Sartre otros autores existencialistas?
Derecho Positivo y Derecho Natural
La cuestión, que corresponde al campo de la filosofía, que tiene raíces metafísicas y se proyecta en esa parte de la filosofía que es la Ética, se vuelca luego sobre el plano del Derecho, dando lugar a muchas interpretaciones, que, en el fondo, pueden reducirse a dos: 
  1. La primera es la visión propia del Positivismo Jurídico, sostenida por muchos autores a lo largo de los siglos, hasta llegar al pensamiento más moderno de Hans Kelsen, que se entronca o se compadece con la filosofía sartreana, antes mencionada. El Derecho, todo el derecho se agota en la noción de Derecho Positivo, de ese conjunto de normas dictadas por la autoridad del estado, en un tiempo y en un lugar determinados, que resultan obligatorias para los justiciables. Estas normas conforman lo que Kelsen denomina una pirámide jurídica, pues se van engarzando unas con otras (las de rango inferior en las de rango superior), siendo coronadas por una norma suprema, que Kelsen denomina “norma fundamental hipotética”, sobre cuyo contenido los autores no se ponen de acuerdo. Kelsen niega enfáticamente la existencia de toda otra norma por encima o por fuera del Derecho Positivo, critica de modo muy explícito la Teoría del Derecho Natural (en los primeros capítulos de su “Teoría Pura del Derecho”, su obra más difundida y leída)
  2. La segunda teoría es la llamada del Derecho Natural, que postula lo contrario de lo que hemos dicho en el punto anterior. No niega, claro está, la importancia de las normas positivas, que regulan una gran cantidad de cuestiones que son propias de las complejas sociedades modernas. Pero estas normas positivas no son sancionadas de manera libérrima por el legislador, sin tener por fuera de sí, ningún orden dado o establecido, propio de la esencia del hombre, sino que reconocen por fuera de sí, la existencia de un “Derecho Natural”, de un conjunto de principios esenciales (pocos, pero muy importantes) que el hombre debe, siempre, respetar. Cuando se transgreden o se violan esos principios del Derecho Natural, el Derecho se desvirtúa y no merece el nombre de tal, se transforma en mera arbitrariedad y se desentiende de su fin natural que es la Justicia. El Derecho, entonces, para esta teoría que estamos explicando, no es el que establece o impone cualquier regulación de la conducta humana, sino el que orienta la conducta de los hombres en sociedad, en orden a un resultado justo, lo que supone no transgredir a la misma naturaleza humana. Como enseña Georges Renard “En derecho Natural es un manantial de orientación. No dicta soluciones bastante precisas para permitir la coerción, y sobre todo no la organiza. Da solamente directivas…” (“El derecho, la justicia y la voluntad”, Ed. Desclée, Buenos Aires, 1947, pag. 77)
La cuestión apenas enunciada, traspasa el plano de la teoría filosófica y se encarna, de manera ciertamente dramática, en la realidad de los hombres y de los pueblos. 
Acaso lo interesante - por no decir lo apasionante - de la filosofía, es que, más allá de una búsqueda un tanto “abstracta” y teorética de las verdades, es un saber que se termina por encarnar de manera incluso brutal, en la realidad misma. 
En el trasfondo de muchos de los debates que vemos a diario, a propósito del aborto, de la vida de los embriones, de la eutanasia, de la manipulación de la sexualidad, etc., están en juego, y en abierta contradicción, estas dos maneras de ver al Hombre y al Derecho. 
La militancia ideológica de quienes sostienen una u otra postura, contaminada a veces por intereses políticos o económicos, muchas veces conspira contra la posibilidad de una reflexión serena, que nos acerque a la verdad. 
El matrimonio, institución natural
Dentro de este marco global, se inscribe el tema que vamos a tratar de abordar, que es el de la fidelidad como una condición o un elemento esencial del matrimonio, que es, precisamente, una institución propia del orden de la naturaleza. 
Es verdad que el matrimonio ha adoptado formas diversas a lo largo de la historia de la humanidad, y presenta incluso formas variadas en la actualidad, en distintas latitudes. 
Pero esta variedad, que con frecuencia queda plasmada en sistemas legales disímiles, no desvirtúa el hecho de que haya ciertos elementos que son naturalmente propios de esa alianza o ese compromiso al que llamamos matrimonio. 
Elementos que el derecho debe reconocer y sancionar, a fin de que esta institución, que está en la base de la sociedad, no se vea desfigurada en su esencia y desvirtuada como base de la familia y de la sociedad en su conjunto, con las (graves) consecuencias que podemos fácilmente advertir.
Esto es lo que ha ocurrido, en buena medida, con las nuevas leyes dictadas acerca del matrimonio y la familia.
Como enseña Eduardo A. Sambrizzi en “Matrimonio y Divorcio en el Código Civil y Comercial”, tomo II, pág. 353, La Ley 2017: “Con fundamento en lo hasta aquí dicho, entendemos que el contenido del Código Civil y Comercial no ha contribuido sino por el contrario, a la protección del matrimonio, lo que nos lleva a afirmar que al debilitarse los lazos conyugales, se ha violado la norma moral, no estando las normas jurídicas, desvinculadas de lo moral”.

Esencia, fines y propiedades del matrimonio 
Que el matrimonio sea, como creemos, una institución natural, vale decir establecida por la naturaleza misma, supone la existencia de una cierta estructura, de ciertos elementos y fines que le son propios. 
No podemos detenernos acá a analizar detalladamente cada uno de esos elementos, porque se extendería considerablemente este trabajo. 
Pero de un modo sintético, podemos decir lo siguiente, para trazar un marco en el cual se pueda luego proyectar la cuestión del deber de fidelidad, ya sea en su aspecto moral como jurídico. 
El matrimonio consiste o suele definirse, desde el punto de vista natural, como “la comunidad de vida, establecida entre un varón y una mujer, por libre decisión de su voluntad, y con carácter indisoluble, con el objeto de procrear hijos y educarlos, y de asistirse recíprocamente”.
Esta definición que toma en cuenta los elementos sustanciales del matrimonio como institución natural, sigue los lineamientos tradicionales propios del Derecho Francés y del Derecho Romano.
Sus fines, aludidos en la definición que hemos volcado, consisten en la procreación y educación de los hijos, y en el amor recíproco de los esposos.
Y los caracteres o propiedades del matrimonio, siempre desde el punto de vista de la naturaleza, son: 1) la diversidad de sexos; 2) la unidad; 3) la consensualidad, y 4) la indisolubilidad. 
Estos caracteres se explican por sí solos, y constituyen la base natural del matrimonio, sobre la que se asientan la familia y la sociedad. 
Es verdad que estas propiedades, que forman parte de la esencia del matrimonio como institución natural, han sido contradichas históricamente por conductas, ideologías y leyes que han pretendido desconocerlas o concretamente las han violado; pero tal violación, que ha alcanzado niveles nunca vistos en la última década, no implica que tales elementos que conforman el matrimonio no existan, o que no sean exigidos por la naturaleza, sino que ponen de manifiesto que el hombre, individual y colectivamente, puede desconocer o transgredir este “deber ser” que fluye del orden natural de las cosas. 
El hombre a lo largo de la historia y en las distintas latitudes se ha apartado de mil maneras del respeto a estas orientaciones que fluyen de la naturaleza. 
Toda clase de conductas aberrantes se ponen de manifiesto a diario, según lo vemos a través de los medios de comunicación con preocupante frecuencia. 
¿Quiere decir esto que no existe un “deber ser”, que no hay un orden de conductas conformes con la naturaleza? 
Entendemos que no; tal orden natural existe, es perfectamente cognoscible a través de la razón, y es bueno y necesario que el hombre y la sociedad se esfuercen en recobrar la buena senda y dictar leyes que se compaginen con las leyes naturales: las que defiendan la vida humana desde el momento de la concepción, las que regulan el matrimonio respetando su esencia y sus propiedades, las que respetan la sexualidad natural de las personas, las que defienden la dignidad y el valor de la vida de toda persona humana, incluso la de las personas enfermas o discapacitadas o próximas a morir. 
De persistir en el camino que los legisladores parecen haber tomado, la civilización se irá apartando cada vez más de la buena senda, y la desintegración del matrimonio y por  consiguiente, de la familia, acarrearán, como ya viene ocurriendo, males muy graves y de todo tipo. 
Pues como dice un viejo proverbio: “Dios perdona siempre, los hombres, algunas veces, la naturaleza: nunca…”.
El deber de fidelidad
El deber de fidelidad constituye una de las bases esenciales, fundamentales, del matrimonio como institución natural. 
La entrega recíproca de los esposos, en cuerpo y alma, la donación plena e incondicionada de la propia vida, que cada uno hace al ser amado y elegido para compartir la vida, supone esa fidelidad, y excluye de esa unión íntima que conforman los esposos, a terceras personas. 
No es casual que se utilice este término en la fórmula misma con la que los esposos expresan el consentimiento matrimonial: “Yo... te recibo a ti como esposa…, y prometo serte fiel tanto en la salud como en la enfermedad, en la prosperidad como en la adversidad, amándote y respetándote durante toda la vida…”
Aunque esta sea la fórmula con la que se contrae el matrimonio sacramental, esta no expresa más que lo que el matrimonio es, por naturaleza: una entrega recíproca, plena, incondicionada, recíproca, de los esposos, para formar una familia, tener hijos y educarlos. 
La fidelidad que se prometen abarca todas las contingencias de la vida, la salud y la enfermedad, la prosperidad y la adversidad, la juventud y la vejez. 
A partir de esa entrega esencial, se derivan las restantes propiedades y obligaciones recíprocas del matrimonio. 
El eclipse de la infidelidad (en la nueva ley)
Ahora bien: la fidelidad, como uno de los elementos que forman parte de la esencia del matrimonio natural, y que forma parte del consentimiento de los esposos, del que nace el matrimonio mismo, ha sufrido una suerte de eclipse en la nueva regulación legal volcada en el Código Civil y Comercial que rige desde el año 2015, y en muchas otras legislaciones de diversos países. 
En el Código Civil Argentino, redactado por Vélez Sarsfield a mediados del siglo XIX, y luego modificado en varias oportunidades, la importancia (ética y jurídica) de la fidelidad resultaba clara e incontrastable durante la vigencia del matrimonio.
Los cónyuges estaban llamados a ser fieles, y la violación de esta obligación legal tenía consecuencias jurídicas – y económicas – previstas en la ley. 
Quien violaba la obligación de ser fiel, incurría en la causal de adulterio (si tal violación implicaba el mantenimiento de una relación sexual con una tercera persona) o bien en la causal de injurias graves, si no llegaba a verificarse o poderse presumir la relación carnal con otra persona, y ello implicaba asumir la culpa del divorcio, perder en principio el derecho alimentario, y sufrir una mirada desfavorable – el adúltero- a la hora de resolverse otras cuestiones que de ordinario son consecuencia del divorcio. 
Sería muy largo (y un tanto estéril) detallar el funcionamiento de todo esto en el Código Civil que ha sido dejado de lado. 
El nuevo ordenamiento legal, se aparta de esta regulación, y deja de lado, por lo pronto, la cuestión de la atribución de culpas como determinantes del divorcio. 
Al Derecho, a la ley, a los Jueces, ya no les concierne ni les importa mayormente quién pueda haber sido culpable del divorcio, pues éste se decreta en forma casi automática, frente al pedido (que no debe ser fundado) de cualquiera de los cónyuges. 
Como si respondiera a aquel conocido slogan publicitario (“Lo querés? Lo tenés…”), quien se presenta al Juez y pide que se dicte una sentencia de divorcio, la obtiene rápidamente, en cuestión de días. Así es que se lo ha llamado “divorcio express”
Esta notable facilidad para la obtención de una sentencia que ponga fin al matrimonio, desde el punto de vista legal, ha sido criticada y alabada desde distintos lugares de la doctrina y de la jurisprudencia. 
El tratamiento de este interesante debate, excede los límites del presente trabajo. 
Lo cierto es que, en el nuevo Código, no hay causales de divorcio, no existen más ni el adulterio ni las injurias, y se llega a la declaración de divorcio de una manera muy acelerada, dado que las partes no pueden esgrimir ni probar nada relacionado con la culpa en la quiebra del matrimonio y el consiguiente desbaratamiento de la familia. 
El deber moral de la fidelidad, según la nueva ley.
El Capítulo 7 del Título I del Libro Segundo del Código vigente está dedicado a los “Derechos y Deberes de los Cónyuges”, a partir del art. 431. 
Este artículo se refiere en primer lugar al “deber de asistencia” (así rezar el título) estableciendo “…que los esposos se comprometen a desarrollar un proyecto de vida en común basado en la cooperación, la convivencia y el deber moral de fidelidad.” Luego añade: “Deben prestarse asistencia mutua”. 
En el artículo siguiente se refiere a los alimentos que los cónyuges se deben entre sí, y regula las pautas para su fijación. 
¿En qué lugar queda la fidelidad (el deber moral de la fidelidad) a la que se refiere la ley?
Los esposos: ¿están obligados, jurídicamente, legalmente, a guardarse fidelidad, o tal obligación es solamente moral y carece de relevancia jurídica?
Este sería el meollo del problema a desentrañar. 
La ley dice que el “proyecto de vida” al que los esposos se comprometen está basado en el “deber moral de fidelidad”, de manera que algunos pretenden, a partir de esa expresión (deber moral) desconocer que tal deber tenga carácter jurídico. Y a partir de ello, llevan el argumento más lejos, y niegan que la infidelidad tenga consecuencias jurídicas.
Hay en esta postura, acaso mayoritaria, un evidente vaciamiento del contenido moral del derecho, que en una visión positivista se desengancha de toda idea de moral. 
Es el derecho como ordenamiento autónomo de la conducta humana que propiciaba Kelsen en su “Teoría Pura…”, el derecho que desconoce toda idea de moral, de orden natural, el derecho como una mera técnica que, en el fondo, se pone al servicio de cualquier orden, de cualquier fin. 
Así lo dice expresamente Kelsen. 
“Para que el orden moral sea distinto del orden jurídico es preciso que el contenido de las normas morales no se confunda con el de las normas jurídicas, y que no haya, por consiguiente, relación de delegación del derecho a la moral, ni de la moral al derecho…” (pag. 56, “Teoría Pura…”, Edit. Eudeba)
“La Teoría pura del derecho se esfuerza por eliminar este elemento ideológico al brindar una definición de la norma jurídica totalmente independiente de la noción de norma moral, y al afirmar la autonomía del derecho respecto de la moral. Como hemos visto la regla del derecho establece una relación entre una condición y una consecuencia, afirmando que si la condición se realiza, la consecuencia “debe ser”. Pero esta expresión “debe ser” está desprovista de todo sentido moral…” (pag. 68)
“La técnica específica del derecho que consiste – recordémoslo – en hacer seguir un acto de coacción visto como un mala una conducta humana considerada como socialmente nociva, puede ser utilizada con miras a alcanzar no importa qué fin social, ya que el derecho no es un fin sino un medio…” (pag. 74)
Con estas citas vemos cómo el derecho, en la visión de Kelsen, se desvincula por un lado del orden moral, y se desvincula a la vez de su fin natural, que es alcanzar la justicia. 
Los redactores del Código Civil y Comercial siguen esta línea:
“El nuevo Código parte del reconocimiento de que estas manifestaciones de la conducta humana (está hablando de la infidelidad…) escapan a la esfera de lo jurídico y pertenecen al terreno de la autonomía e intimidad de las personas…” “…Lo que la norma está reconociendo es que la infidelidad está incluida en el propio proyecto acordado por los cónyuges y que no puede ser impuesta por el ordenamiento jurídico, porque trasciende su ámbito de incumbencia…” (Cf. “Tratado de Derecho de Familia”, Kemelmajer de Carlucci, Marisa Herrera, Nora Lloveras, art. 431, tº 1, pags. 249 y sgts.). 
Poco después afirman, con relación a la fidelidad matrimonial:
“…La exigencia de fidelidad entre los cónyuges, no responde a valores naturales de carácter universal, sino que es un producto cultural construido a través de la historia de la sociedad occidental. La concepción filosófica que sustenta el nuevo Código, importa un apartamiento del concepto natural del matrimonio …”. Y luego: 
“…Por ello (el Código) rechaza la imposición de la fidelidad como un deber de contenido jurídico que pueda ser exigible coactivamente y cuyo incumplimiento sea sancionable por el derecho…”
Es claro: Para el legislador el matrimonio no responde a valores naturales (es una “construcción cultural”), y la fidelidad no es por lo tanto una conducta exigible como un deber ser jurídico.
En el Código comentado antes citado (pag. 243) sus autoras dicen: 
“Se ha suprimido la fidelidad…” (desde el punto de vista jurídico), y agregan: “Si bien la fidelidad ha dejado de tener impacto en la órbita jurídica, no desaparece como tal de la vida matrimonial, pues subsiste en el marco de los valores éticos y morales…”.
Con algún humor podríamos decir que, afortunadamente, la fidelidad entre los cónyuges, todavía, no se ha prohibido…
Esta visión de la fidelidad resulta coherente con el intento de suprimir de nuestra legislación el deber de cohabitación entre los esposos (que había sido suprimido por la Comisión de Reformas).
La misma exigencia de la cohabitación resultaba, a juicio de los redactores del Código, contraria al derecho a la libertad de los cónyuges, que podían elegir entre cohabitar o no. Pero finalmente el nuevo Código terminó por aceptar la convivencia de los esposos como un elemento constitutivo del matrimonio. 
Ello, más allá de no suscitar la violación de este derecho, consecuencias jurídicas, por cuanto también ha desaparecido la causal de abandono del hogar conyugal, que antes se contemplaba en el Código Civil. 
Así, desaparecidas las causales – el adulterio, las injurias, el abandono del hogar conyugal – estas conductas han pasado a quedar como fuera de la escena del derecho, procurando, algunos autores, prácticamente despojarlas de todo efecto jurídico. 
Nuestra posición
Por nuestra parte, no compartimos el nuevo modelo de matrimonio, estructurado sobre el desconocimiento de los dictados de la naturaleza y cada vez más despojado de atributos, deberes y obligaciones. 
Los cónyuges no están jurídicamente obligados a ser recíprocamente fieles, pueden dejar el hogar conyugal si es que así lo desean, pueden establecer un régimen de separación de patrimonios, que excluya la ganancialidad, pueden incluso ser del mismo sexo, y esta llamativa “flexibilidad” acerca de la esencia del matrimonio, que es presentada como un triunfo del “pluralismo” o de una libertad mal entendida, ha terminado por desdibujar su perfil, y por hacerlo – me temo – cada vez menos atractivo, al punto tal de que muchas personas han terminado por dejar de lado la idea de casarse, y optar por irse a vivir juntos, por el tiempo que sea. 
En los últimos años ha ido tomando forma una nueva forma de organización social, cuya característica es la fluidez, la endeblez, la fragilidad de los vínculos familiares. 
Y ello ocurre con el consiguiente “costo” a ser pagado por la sociedad entera, y especialmente por los hijos de estas uniones, que cada vez en menor medida, pueden formarse y educarse en el marco de una familia estable, formada por sus padres. 
Con frecuencia los hijos no llegan a nacer siquiera en una familia legalmente constituida, no provienen de un matrimonio estable, sino que son el fruto de encuentros o de uniones cada vez más fugaces y pasajeras. 
No es fácil saber si en el horizonte de quienes han ido postulando estas nuevas leyes que se han ido sancionando, existía el propósito de demoler las bases de la familia tradicional, organizada de acuerdo a una idea de naturaleza que ahora se rechaza. 
Queremos pensar que no. 
Pero más allá de las intenciones, que no nos toca juzgar, lo cierto es que el matrimonio y la familia, que no hace tanto estaban estructuradas sobre bases sólidas y duraderas, hoy por hoy han dejado de estarlo, resintiendo, en buena medida, al cuerpo social en su conjunto. 
Ahora bien: No obstante haber desaparecido el adulterio, las injurias y el abandono del hogar conyugal como conductas que técnicamente permiten llegar a una sentencia de divorcio causado, lo cierto es que esos comportamientos no resultan del todo ajenos al mundo del derecho, y pueden ocasionar consecuencias jurídicas de importancia. 
El esfuerzo del derecho (de cierta forma de mirar o de concebir el derecho como una realidad ajena al orden moral), termina por fracasar, porque las concepciones ideológicas, que fuerzan el análisis de la realidad, no pueden evitar que los principios morales, naturales, anteriores y superiores a la órbita de la ley, terminen por imponerse. 
La reaparición de la valoración moral de las conductas
Las leyes, nos gusten o no, deben ser aplicadas y respetadas por los ciudadanos. 
El matrimonio ha sido legislado en la forma antes descripta, las causales de divorcio han dejado de existir, y los justiciables pueden obtener rápidamente la sentencia de divorcio que cambie su estado civil. 
Pero entre líneas, se mezclan o se filtran algunos principios que, a nuestro modo de ver, nos vuelven a poner frente al sustrato moral que es propio de la inconducta (o la inconducta) humana. 
Detrás del entramado de las leyes, el orden natural de las cosas y la consideración de orden moral que recae sobre el obrar humano, reaparecen. 
Al no existir causales de divorcio, a la ley y al Juez les resulta indiferente las causas por las que las partes hubieran llegado a la quiebra de la relación matrimonial.
Tanto da que el marido mantuviera relaciones sexuales con su secretaria, o que la mujer se fuera de viaje con el profesor de tenis; que el esposo golpeara a su mujer varias veces por semana, o que ésta ganara buen dinero, ejerciendo la prostitución en una local nocturno. 
Todo esto está vedado, en la ley, a la valoración del Juez, que pronunciará rápidamente la sentencia de divorcio, por una única razón: porque alguno de los esposos lo ha pedido.
Sin embargo, el Derecho no puede permanecer enteramente ciego e indiferente ante la calidad moral, ética, de los actos humanos. 
Y algunas instituciones, recientemente incorporadas a nuestro sistema legal, hacen posible o exigen, incluso, una cierta valoración de las conductas de los esposos mientras estuvieron casados; no le da lo mismo al Derecho (y está bien que no le dé lo mismo…) que durante la vigencia del matrimonio uno haya engañado al otro, lo haya lesionado en sus legítimas expectativas, haya truncado el proyecto de vida que habían concebido juntos, lo haya golpeado o haya ejercido respecto del otro una violencia psíquica que a veces es tan devastadora como la violencia física, o lo haya abandonado a su suerte…
De modo que este repertorio de conductas puestas de manifiesto durante la convivencia matrimonial, podrán ser valoradas por el Juez a la hora de organizar la vida familiar una vez decretado el divorcio. 
Un buen Juez no podría desentenderse de manera absoluta de la valoración moral de las conductas de cada uno de los esposos, durante la convivencia matrimonial.
No podría darle lo mismo que uno de los esposos (con frecuencia, el marido…) golpeara a su mujer, o la engañara sistemáticamente con otras mujeres, o frecuentara prostitutas, mientras el otro cónyuge permaneciera fiel. O la desvalorizara y denigrara, incluso delante de los hijos, o la hubiera abandonado a su suerte, yéndose sin el menor motivo, del hogar común. 
Mi madre contaba un episodio gracioso de una persona que era muy distraída, y que comentaba con una amiga. 
·         “Viste lo que le pasó a Fulano?”
·         “No, qué le pasó?”
·         “No me acuerdo si robó, o lo robaron…”
A un buen Juez no le puede dar lo mismo si robó o lo robaron, si engañó o lo engañaron, si golpeó o lo golpearon, si abandonó o lo abandonaron. 
El Derecho no puede ser amoral, no puede constituir una mera “técnica”, desentendida de su finalidad, que siempre debe ser un objetivo de justicia. 
Posible valoración judicial de la infidelidad
Ya hemos dicho que la infidelidad no puede ser considerada como una causal de divorcio (adulterio o injurias graves)
Pero veremos a continuación una serie de supuestos en los que los Jueces no solo podrían, sino que deberían tener en cuenta y valorar debidamente, la conducta de los esposos, en general, y más precisamente, la eventual infidelidad de uno de ellos.
Enunciaremos sucintamente estos supuestos: 
1.      A la hora de atribuir el uso de la vivienda familiar, según el art. 443 del C.C.C., resultará de importancia establecer, eventualmente, si uno de los cónyuges, con su infidelidad, determinó la quiebra del matrimonio, o si a causa de tal infidelidad, se fue a vivir a otro domicilio con su nueva pareja. El (buen) Juez valorará tales conductas, o obviamente se inclinará por mantener en el que fuera hogar conyugal, al que ha sido engañado o abandonado, y no al que ha sido infiel y abandonado a su consorte. 
2.      A la hora de establecer o fijar una compensación económica, de acuerdo a lo previsto por el art. 441 del C.C.C.- Ocurrirá otro tanto. Si quien, con su conducta infiel, ocasiona la quiebra matrimonial y solicita a continuación una “compensación económica”, el (buen) juez no se verá inclinado a darle esta compensación, basada en la equidad y en las pautas previstas por el art. 442 del C.C.C.- Esta posibilidad es firmemente desconocida por los defensores de la nueva regulación legal. “En la compensación económica no tiene relevancia alguna la imputación de culpabilidad a alguno de los cónyuges… En nada inciden las conductas de los cónyuges, diferenciándose así cualquier supuesto de responsabilidad por daños…” dice el Código comentado de Kemelmajer de Carlucci, tº I, pag. 440, punto 4.2.m en su afán de erradicar toda valoración jurídica o moral de las conductas. Por nuestra parte, no coincidimos con esa opinión. Nos parece que el hecho de que la compensación económica sea, como su nombre lo indica, una prestación de orden económico, no quita que a la hora de admitir o denegar su procedencia, o de fijar el quantum, los jueces puedan tomar en cuenta las causas por las que el matrimonio se rompió. Y si la causa de esa quiebra tiene que ver sustancialmente con la conducta de uno de los esposos (que comete adulterio y abandona a su cónyuge) bien podría denegar tal compensación o bien graduarla desde el punto de vista cuantitativo. 
3.      Asimismo, la conducta de los esposos y la infidelidad de uno de ellos, podría ser valorada por los Jueces a la hora de fijar, eventualmente, una cuota alimentaria, prevista por los arts. 432 y siguientes del C.C.C. la vieja ley privaba del derecho a los alimentos a quien resultara culpable del (viejo) divorcio, y está claro que esto no funciona de esta manera en el sistema legal actualmente vigente. Pero ello no quita que el (buen) Juez pueda valorar las razones de la quiebra matrimonial, para resolver, denegar, extender, o restringir la prestación alimentaria entre cónyuges. En los tres últimos párrafos me he referido al “buen Juez” pues considero que este es el que, al dictar una sentencia, valora todas las circunstancias que rodean al caso que tiene entre manos. Y valora especialmente la manera en la que los esposos cumplieron – o dejaron de cumplir – con aquello a lo que se habían comprometido. El cumplimiento de la palabra empeñada, de los compromisos contraídos, constituye una de las bases mismas del derecho, y el Juez no se limita a aplicar fríamente la ley, sin dejar de considerar si lo que resuelve es, en definitiva, justo, o no lo es. Está llena de verdad esa definición clásica del Derecho, como “el arte de lo bueno y de lo justo…”
4.      Finalmente, con relación a la valoración de la infidelidad y a las consecuencias jurídicas que ella podría acarrear, nos parece digna de mención la cuestión de los daños y perjuicios (materiales y, sobre todo, morales o espirituales) que la parte dañada podrían reclamar del otro, a causa del comportamiento que tuvo lugar en el ámbito de la convivencia matrimonial. Está claro que las consecuencias desventajosas de índole económica que uno hubiera podido sufrir, y la mala posición económica en la que pudiera quedar al divorciarse, podrán tener su compensación en la institución prevista por el art. 441 del C.C.C., del que hablamos en el punto II) que antecede. Pero parece evidente que el matrimonio, como comunidad de vida, como entrega amorosa de la propia persona y de la propia vida al otro, supone mucho más que una relación meramente económica. El hecho de que no haya más “culpables” que resulten necesarios para decretar el divorcio por culpa de alguno de los cónyuges, como en el anterior sistema, no implica que las conductas y los incumplimientos de los compromisos asumidos por los esposos puedan generar daños, que deban ser reparados. La cuestión, que no ha sido resuelta con claridad en el nuevo Código, ha generado un amplio debate entre nuestros autores. Existen dos posturas al respecto: 1.) La de los autores que cierran o rechazan toda posibilidad de reclamo por los daños y perjuicios sufridos por alguno de los esposos, en el marco de la convivencia matrimonial. Para estos autores, las conductas puestas de manifiesto por los esposos, durante la convivencia, quedan fuera de toda posibilidad de valoración jurídica. Así lo expone la Dra. Kemelmajer de Carlucci – una de las autoras del nuevo Código – en un artículo cuyo título llama la atención: “La culpa que el proceso de divorcio expulsó por la puerta, no debe entrar por la ventana del derecho de daños”, por Kemelmajer de Carlucci, Aída – Herrera, Marisa y Culaciati, Martín M., La Ley del 24 de abril de 2017, AR/DOC/1033/2017).  2.) La de quienes creemos que es perfectamente admisible el reclamo por los daños y perjuicios padecidos por alguno de los esposos durante el matrimonio, en función de las normas generales de la responsabilidad. Los primeros se apoyan en el texto de la fundamentación del Proyecto de Reforma al Código, lo que no constituye ley que obligue a las partes ni a los jueces. Los segundos nos apoyamos en una concepción ética del derecho, en una visión profundamente moral y jurídica de la institución del matrimonio y de las obligaciones que los esposos contraen. El fundamento de quienes sostenemos la viabilidad de un reclamo por los daños y perjuicios ocasionados por las conductas habidas durante la convivencia matrimonial, se apoya en lo establecido por los arts. 1737, 1738, 1739, 1740 y concordantes del Código Civil, referidos al daño resarcible. Sería muy larga la exégesis cuidadosa y detallada de estas normas, pero ellas, previstas en el capítulo de la responsabilidad civil (art. 1708 C.C.C.) o de las obligaciones, resultan claramente aplicables al supuesto que nos ocupa. “Hay daño cuando se lesiona un derecho…que tenga por objeto la persona, el patrimonio o un derecho de incidencia colectiva…” dice el art. 1737 del código citado. El artículo siguiente alude a la indemnización que “…incluye especialmente las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resulten de la interferencia en su proyecto de vida…”. Conviene detenerse un poco en la norma parcialmente transcripta y vincularla con el tema que estamos considerando. 
Nos preguntamos: 
- ¿Hay algún derecho más personalísimo que el que tiene uno de los esposos, respecto del otro, que se ha comprometido a asistirlo y serle fiel durante el matrimonio, y que ha constituido con el ofendido, un proyecto de vida compartida? 
- ¿Hay forma más grave de afectar la integridad personal del otro, de defraudarlo, de herirlo en su salud psicofísica, que la infidelidad y la ruptura del compromiso matrimonial?  
- ¿Hay frustración mayor, para cualquiera de los esposos, que la deserción y la ruptura del proyecto de vida, unilateralmente decidida por el otro? 
- ¿Hay alguna afección espiritual más importante que la quiebra de aquel proyecto?
Nos parece claro que este daño moral, espiritual, afectivo (padecido por cualquiera de los esposos) que a veces se traduce incluso, en un daño a la salud y un daño económico, puede y debe ser reparado, de acuerdo a los principios generales del Derecho, y a las normas del Código Civil y Comercial antes consignadas. 
Solo teniendo una mirada muy individualista, muy egoísta, acaso muy frívola, de lo que es el matrimonio, y de los valores que están en juego en la vida familiar, se puede celebrar este vaciamiento del matrimonio de una de sus riquezas más importantes, que es el compromiso de los esposos de ser recíprocamente fieles.
Como cierre de estas reflexiones, hacemos votos para que nuestra Argentina, en medio de una grave y llamativa crisis de valores (que es universal), recupere la senda del respeto a lo que las cosas (la fidelidad, el matrimonio, la familia…) realmente son, de acuerdo a su naturaleza.

Solo así podremos conformar una familia que cumpla con su función irreemplazable de ser fuente de la vida y de la transmisión de los valores, y una sociedad bien estructurada, sólida, en la que las personas alcancen la plenitud a la que están llamadas.

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