EL
DERECHO DE LOS PADRES A LA EDUCACIÓN DE
SUS HIJOS COMO EXIGENCIA DEL RECTO ORDEN POLÍTICO
Sergio Raúl Castaño
Doctor en Derecho Político
(UBA)
Doctor en Filosofía (U. Abat
Oliba – Barcelona)
Investigador Principal (CONICET)
Director del Centro de Estudios
Políticos (UNSTA)
I. Introducción en el
problema: breve planteo jurídico-constitucional
Sin
embargo, la Ley
de Educación Nacional (26.206), vigente hoy en la República
Argentina , expresa en su Título I (“Disposiciones Generales”),
Capítulo I (“Principios, Derechos y Garantías”), artículo 4º: “[e]l Estado Nacional, las Provincias y la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires tienen la responsabilidad principal e indelegable de proveer una educación
integral, permanente y de calidad para todos/as los/as habitantes de la Nación […]”. Esta
disposición -en tanto atribuye la “responsabilidad principal e indelegable”
de la formación de los niños a la órbita de la acción del Estado- colisiona expressis verbis con la tesis de la
prelación del respectivo derecho de los propios padres.
Mucho
más grave aun: el 4 de septiembre del año pasado las Comisiones de Educación y
de Familia, Mujer, Niñez y Adolescencia de la Cámara de Diputados firmaron un
dictamen de reforma de la ley
de Educación sexual integral (26.150) para convertirla en una normativa de
orden público, y que debería asimismo implementar “un sistema de monitoreo”
para evaluar “el grado de aplicación y los resultados” del programa de
“educación sexual integral”.
Los
textos legales aducidos representan sólo un ejemplo de la dificultad intrínseca
de la cuestión misma, así como del hoy, a nivel mundial, crecientemente
retaceado reconocimiento de los padres como “primeros y principales
responsables de la educación de sus hijos” [1].
En
las siguientes páginas esbozaremos las líneas fundamentales de la respuesta que
puede darse a tan grave problema a partir de las exigencias objetivas de los
principios del orden político en tanto orden humano.
II. Bien común político y sentido de la vida política
El
valor de la vida política depende del valor del bien común político, primera
causa de la existencia de la sociedad política y de la legitimidad de los
mandatos de sus órganos de conducción, así como fundamento de la politicidad
natural. Se trata de un un bien que no está al alcance de los individuos; ni
tan siquiera de las familias actuando aisladamente. En efecto, el orden de los
bienes humanos requiere de la acción consociada de las familias, los gremios, la Universidad , y, por
supuesto, de los individuos (ya que, en última instancia, son siempre los
individuos quienes obran) en función de un fin que no está al alcance de las meras
partes aisladas. En ese sentido podemos decir que el bien común político es
completo: no es el fin solamente de un gremio, sino de ese gremio, y de todos
los gremios; no es el fin de esa Universidad, sino también de las otras
Universidades y de todos los demás grupos aparte de las Universidades; por lo
mismo no es el fin de una sola familia, sino de esa familia y de todas las
familias presentes, y de todas las futuras familias que habitarán en esa patria
(porque el bien común es participable hacia el futuro: transmisible). Por otra
parte –y en estrecha relación con lo dicho- el bien común político no atiende a
una sola potencialidad humana perfeccionable (corpóreas, afectivas o
cognoscitivas) sino a todas las dimensiones naturales de la persona llamadas a
su actualización. Se trata de un bien que potencia -a la vez que cobija- los
bienes infrapolíticos, individuales y sociales. Y ello en razón de que la
sociedad política es capaz de perseguir, como “una unidad de acción (Wirkungseinheit)” –al decir de Hermann
Heller [2]-,
un orden de fines que está fuera del alcance de aquellos grupos aislados. Por
todo lo dicho cabe afirmar, adoptando la lograda expresión de un fallo de la CSJ de la República Argentina
–salido de la pluma de un recordado ministro, el Prof. Abelardo Rossi-, que el
bien común “es de todos porque es del todo” [3].
Tal la completitud del bien común
político [4].
III.
La cuestión que nos ocupa
1. Educación y bien común
La educación (en su objeto y en su
fin) constituye una parte integrante del ápice del bien común político. Éste,
como bien humano, está integrado por bienes materiales y espirituales. Pero son
los bienes espirituales los que exigen, explican y justifican la sociedad
política. En efecto, los hombres no se congregarían en ella si no tuviesen
potencialidades espirituales que actualizar. El bien común no es per prius
proveedor de bienes materiales, ni tampoco custodio de la seguridad. Luego las
dos grandes dimensiones espirituales del hombre, i. e., el conocimiento y la
formación del carácter, forman parte del ápice y cima del bien común político,
a la vez que constituyen el contenido u objeto de la educación. Al hablar de
“formación del carácter” nos referimos a la moral en el plano natural, así como
al allanamiento del camino de los hombres hacia Dios –aunque, huelga decirlo,
la sociedad directa y formalmente encargada de la consecución del bien común sobrenatural
sea la Iglesia-.
2.
La aporía
Se plantea entonces la duda. Si los
contenidos de la educación, i.e. el conocimiento y la virtud de los ciudadanos,
forman parte del núcleo más peraltado del bien común político, ¿no deberían
acaso ser los órganos de conducción de la comunidad política los primariamente
investidos del derecho a enseñarlos en su totalidad?
La respuesta es negativa. Veamos por
qué.
IV.
Los principios de una solución conteste
con el orden natural
1. La comunidad
política
Como
ha mostrado magistralmente Julio Meinvielle [5],
si bien hay relación de parte a todo entre el ciudadano y el Estado, la
comunidad política no consiste en un todo continuo (como lo sería una
substancia), en el cual cada operación de la parte debe atribuirse al todo: en
el caso del compuesto substancial humano no es el ojo el que ve, sino Pedro.
Por el contrario, la comunidad política es un todo práctico de orden, cuya forma no es la de una substancia (como
el alma racional es forma substancial del compuesto humano), sino el orden
teleológico que vincula las partes. Luego, habrá operaciones de la parte que no
se atribuirán al todo (así, pasear con los hijos no constituye, de suyo y en
principio, una acción formalmente política). Ahora bien, ese todo de orden, en el
específico caso del Estado, es sociedad de sociedades [6].
De suerte que el individuo (sujeto radical de los actos humanos, pues “actiones sunt suppositorum”) cumplirá
ciertas acciones en tanto padre de familia, otras en tanto empleado de la
empresa, otras en tanto miembro de la Universidad , otras en tanto asociado a un club.
Pero la autonomía operativa y causal de cada grupo social integrado en la comunidad
política no niega la subordinación del fin de cada grupo infrapolítico al fin
de la pólis, al cual se ordena y del
cual participa. Ocurre, sin embargo, que la ordenación de la parte al todo no se da de acuerdo con una relación
instrumental, en la que la acción de la parte no existe sino como acción del
todo, ya que el instrumento obra por virtud ajena (a saber, la de la causa
principal) [7].
Por el contrario -de resultas de la peculiar estructura ontológica de la
comunidad política en tanto realidad accidental-, la operación y el fin de la
parte constituyen verdaderas causas (es decir, causas totales en su orden), por
más que sean causas subordinadas. Por ello esta forma de causa produce su
efecto propio como verdadera causa principal, y sólo se subordina a la causa supraordenada en cuanto
su órbita de competencia se halla bajo la órbita de la superior. Así pues, en
el caso de la instrumentalidad se tiene una única órbita de operaciones con una
única eficiencia y un único fin. Mas, por el contrario, en el caso de la
subordinación se dan dos órbitas de operaciones con otras tantas eficiencias y
otros tantos fines, no homogéneamente disueltos pero sí jerárquicamente
ordenados. Entre la familia, por un lado, y la comunidad política, por otro,
hay distinción entre diversas formas de causas totales: particular la una,
universal –en el plano mundanal- la otra. Existe subordinación, ya que la
órbita de la familia gira dentro de la de la pólis, pero sin que ello implique la resolución de la específica
naturaleza de la familia, de su acción y de su fin en la formalidad política. Y
lo mismo vale para la empresa, el gremio y la Universidad : no se
trata de dependendencias administrativas del Estado, sino de grupos sociales
integrados en una sociedad superior (en el sentido de supraordenada por la completitud de su fin). Un fin constituido por
bienes humanos participables y objetivos, fundados en las exigencias
teleológico-perfectivas de la naturaleza de las personas nucleadas en
comunidad. Es decir, el bien común es un bien personal objetivo –si no, no
sería bien humano-; y es un bien
participable por muchos –si no, no sería común-
[8].
2. La auténtica
naturaleza del bien común común social y político
Para ayudarnos a determinar,
siquiera en escorzo, los contornos del concepto de bien común político resulta ante
todo pertinente citar la respectiva definición de José María Medrano: “bien
común político es el bien humano social proporcionalmente participable que el
Estado, como sociedad autárquica y unidad de orden, puede proponerse, puede
construir y puede alcanzar mediante sus acciones y operaciones propias, en las
cuales cada miembro desempeña una función parcial” [9].
Expliquemos algunos aspectos fundamentales implicados en esta definición.
El bien común –que constituye un todo potestativo- tiene razón de fin, y por
lo tanto consiste en la perfección misma que plenifica al grupo; se trata,
además, de la causa que convoca a éste y que lo constituye en su realidad de
tal. Así pues, el bien común no es –en sentido estricto- ni un medio ni un
instrumento. Luego, al ser fin y causa final, no puede ser definido por las condiciones [10].
Ahora bien, es verdad que el fin se realiza a través de ciertos medios; y si a
esos medios –institucionales, ante todo- se acepta denominarlos “condiciones”
(en la medida en que favorecen o allanan la acción estrictamente causal)
entonces cabría incluir -siempre en sentido derivado y secundario- las condiciones como una parte del bien
común. Sin embargo, en tanto “bien común” se dice de tales condiciones de modo
secundario y derivado, no cabría significar la naturaleza del bien común por
medio de la locución “conjunto de condiciones” [11].
Por otra parte, nótese que aquí sólo se están identificando los auténticos
medios institucionales para el cumplimiento del fin participable, e
incluyéndolos (como partes subordinadas) dentro de la órbita del bien común.
Pero no se está subordinando el bien común al bien particular, ni haciendo de
la comunidad política y de su fin un instrumento del individuo, como, por el
contrario, necesariamente lo implicaría la pretensión de definir el bien común
como el conjunto de las condiciones para la perfección de la persona. Pues en
el caso al que nos referimos se trata de otra significación de “condiciones” [12].
3. El bien común
político como fin del todo de orden político y el objeto de la acción de los
agentes sociales
El bien común (político) es la
causa final de la comunidad política; y ésta opera, en tanto tal, bajo la
conducción de sus potestades supremas; luego el fin específico de los poderes
públicos es el bien común político. No obstante, repárese en que el bien común político
también es fin para los cuerpos intermedios y las familias; los cuales -sin
desconocer el fin común propio que los constituye como tales cuerpos
intermedios y familias- se hallan obligados a finalizar sus respectivas
conductas consociadas como debe hacerlo toda parte de la comunidad, i. e.,
armonizando y subordinando sus bienes comunes específicos (particulares) al
bien de la comunidad autárquica [13].
Porque no debe olvidarse que, dada su naturaleza de perfecto y de humano, el bien común político “es fin de las personas
individuales que viven en la comunidad”, como sostiene taxativamente Tomás de
Aquino en su “tratado sobre la justicia” [14].
Así pues, el bien común político es perseguido (indirecta y, a veces,
directamente) por los individuos y los grupos infrapolíticos –en tanto partes
de la comunidad política-, y no sólo por el poder del Estado, cual si se
tratase de un agente aislado y divorciado del todo de orden comunitario. Es el
conjunto ordenado de la comunidad política, bajo el imperio rector del poder
del Estado, el que tiene como fin propio el bien común político.
Por otro lado, el objeto
inmediato de la acción de los agentes sociales, tanto políticos (los poderes
del Estado) como infrapolíticos (asociaciones civiles, fundaciones, y los demás
grupos en tanto ordenen algunas de sus acciones directamente al bien común),
suele recaer sobre realidades de naturaleza institucional [15],
a través de las cuales se promoverá el bien común. Ejemplos: si el Estado
(-gobierno/administración) desea fomentar la investigación científica puede
aumentar el presupuesto universitario, o modificar la legislación impositiva
para conseguir similar fin; si una fundación busca promover la cultura puede
crear bibliotecas. Ahora bien, ni los institutos de investigación ni las leyes
ni los libros –ut sic- son el
conocimiento (parte cimera del bien común político). Pero es necesariamente por
medio de ésas y otras instituciones como el conocimiento se promueve, alcanza, conserva, enriquece, participa y
transmite. Luego, debe reconocerse que la acción de los agentes sociales y
políticos recae en general sobre objetos que tienen razón de medio, instrumento
o condición allanante respecto del fin. Pero ese objeto inmediato no es el fin qui de la acción del agente que promueve
el bien comunitario: por el contrario, el fin de la obra (finis operis) no es sino una dimensión del bien común (político) [16].
4.
Recapitulación y puntualizaciones
Como síntesis de lo indicado en
este acápite IV. resulta necesario retener lo siguiente: no debe confundirse
el bien común -como fin- con los medios
(en sentido lato, que abarcan hastan los fines quo) a través de los cuales se lo promueve; como así tampoco debe
reducirse el bien común político a la categoría de un objetivo perseguido
meramente por los titulares del poder del Estado.
Por último, y en general, no debe
identificarse primacía y supraordenación del bien común político con a)
licuación de todas las órbitas sociales en el Estado (-comunidad); ni, a fortiori, b) asunción por el Estado
(-gobierno/administración) de todas las actividades y operaciones propias de
los diversos órdenes sociales. No es ocioso reiterar una vez más la verdad
evidente de que la primacía del bien común no implica totalitarismo ni
estatismo. En efecto, la naturaleza y las propiedades del bien común político
no pueden predicarse idénticamente del Estado (-gobierno/administración), ni
tan siquiera del Estado (-comunidad) en sí mismos considerados, porque la
comunidad política y su régimen no constituyen el fin de la vida política, sino
que tienen al bien común político como fin fundante y legitimante.
5. El principio de subsidiariedad
Es en este
contexto donde cobra cabal sentido el principio
de subsidiariedad, de valor
axial para el recto desenvolvimiento de la vida estatal en tanto vida humana.
En la sociedad política,
los fines particulares, por sí mismos -y aunque su rectitud y necesidad no sea
cuestionable-, no revisten un carácter cohesivo respecto de la integridad del
todo. Sin embargo eso no los constituye en una suerte de lastre de la vida
política. Muy por el contrario, en la categoría de fin particular entran los
(verdaderos) bienes individuales y sociales de las sociedades infrapolíticas.
Cada sociedad posee una esfera propia de competencia señalada por el fin al que
tiende. Así pues, toda sociedad está investida de una facultad de conducción
conmensurada al bien común respectivo, lo cual supone su capacidad para
alcanzarlo y funda su derecho a no ser avasallada ni suplantada en su función
por una sociedad superior. Pero es deber de la sociedad superior el promover el
desenvolvimiento de la inferior y, en la eventualidad de que ésta no pueda
alcanzar por sí sola su fin, suplirla adecuadamente a ese efecto. Por ello la
comunidad política, promotora del bien común perfecto a nivel natural, debe
preservar, alentar y, llegado el caso, tomar a su cargo, la consecución de los
bienes comunes de las sociedades integradas en la pólis -familia, gremio, empresa económica, Universidad-,
ordenándolos arquitectónicamente al bien común político, pero respetando
siempre la actividad específica de esas sociedades subordinadas y la autonomía
relativa de sus fines propios. La sociedad política es sociedad de sociedades,
en la que se armonizan y reclaman recíprocamente la primacía del bien común político
y la existencia y pleno desarrollo de los cuerpos intermedios, y sobre todo de
las familias en ella integradas [17]. Ello porque la familia,
al igual que la comunidad política, también es natural -en el sentido de universal y necesariamente exigida por la
naturaleza humana misma para la perfección de las personas-.
V. La recíproca imbricación –exenta de tensiones objetivas- entre las exigencias del bien común y los
derechos de la familia
1. El Estado no es el primer educador
Comencemos por lo
primero, aunque no resulte ser lo más alto en rango normativo. O sea,
comencemos por el derecho positivo (soy consciente de que esta boutade es provocativa, pero en los
tiempos que corren nos conviene ir acostumbrándonos a pensar así y a cribar
críticamente los mandatos del derecho positivo vigente, que pueden llegar a
contener disvalores ético-jurídicos palmarios, ésos justamente que no generan obligatoriedad –en sentido estricto-
alguna). A través de la Declaración
Americana de los Derecho y Deberes del Hombre, art. XXX; la Declaración
Universal de Derechos Humanos, art. 23. 3; el Pacto Internacional de Derechos
Sociales, Económicos y Culturales, art. 10. 1; el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos, art. 18. 4 y la Convención sobre los Derechos del
Niño, a. 5 -todos instrumentos normativos con jerarquía constitucional- la
cúspide del ordenamiento jurídico en vigor en Argentina reconoce y ampara el derecho de los padres a la
educación de sus hijos. Pero es ante todo el derecho natural el que inviste a
los padres con el derecho a la educación de los hijos. Veámoslo.
2. La ley natural y la educación de los hijos
La familia se funda en dos preceptos primarísimos
de la ley natural: la unión de los sexos en amistad matrimonial y el cuidado
humano integral de la prole a esa unión sobreviniente [18]. Así pues, dado que la ley natural preceptúa a
los padres la educación de sus hijos, es esa misma la ley la que los designa
como los titulares del correspondiente derecho.
Precisemos muy sintéticamente los presupuestos,
naturaleza, propiedades y alcances de este principio. Por el hecho de que les
está encomendado un fin específico y grave, por esa misma razón los padres
tienen el derecho a la educación de los hijos bajo su potestad. Ahora bien, ¿se
trata de un derecho de ejercicio facultativo, como cuando digo tener el derecho
de pasear (o no) los domingos por el parque? De ninguna manera: es un derecho
que se funda en un fin de cumplimiento necesario, y que por lo tanto hace a los
padres titulares de una facultad de ejercicio obligatorio. Se trata entonces de un deber originario, primario e inalienable [19],
que se integra protagónicamente dentro del plexo de deberes de una potestad
legitimada por el bien de los hijos que debe promover.
Sin embargo hay ámbitos de la
educación, sobre todo aquéllos relacionados con la formación científica, que en
muchos casos escapan a las capacidades de los padres –aun cuando se trate,
incluso, de la formación de niños y adolescentes-. Tales ámbitos, lícitamente,
son delegados a los maestros [20].
Ahora bien, hay una dimensión decisiva, que formalmente no se refiere a los
datos o las conclusiones de las ciencias y al conocimiento teórico, sino a qué
uso se hará de los datos y conclusiones del conocimiento, es decir a cuáles son
los bienes humanos, cuál es el sentido de la vida individual y social, cuál es
el fin del hombre. Aquí la función de los padres es en principio indelegable, y
en cualquier caso –como derecho- inalienable. Por ello ámbitos tales como la
educación sexual, la formación política y la educación religiosa hacen a la
competencia de los padres, que no debe, en especial en tales materias, ser
ignorada, suplantada o avasallada por la acción de agentes de poderes públicos
o privados –concretamente: por instancias que no cuenten con autorización libre y específica de los padres
para colaborar, bajo contralor de los mismos padres, en la formación de los
hijos-.
2.
El derecho de los padres desde la perspectiva del bien común político
El bien común político es el fin
propio y específico de la comunidad política; pero como la comunidad política
es sociedad de sociedades, luego serán causas del bien común político no sólo
los órganos definitoriamente consagrados a su tutela y promoción (i.e., los
poderes del Estado) –como agentes inmediatos-, sino que, asimismo, también lo
serán los cuerpos intermedios, y en particular los padres de las familias
nucleadas en la comunidad política –como agentes mediatos, a través del
cumplimiento de sus fines propios-. En efecto, al educar a los hijos bajo su
cuidado los padres hacen una contribución de primer orden al bien común
político, precisamente en una de las dimensiones que mejor identifican el
carácter personal de ese bien: la actualización (educción) de las potencialidades del hombre en tanto ser llamado a
la perfección en las virtudes, privadas y públicas.
VI. Dos corolarios de
la respuesta al problema desde los principios del orden natural (y cristiano)
A
partir de lo espigado en estas páginas formularemos, como conclusión, dos
corolarios de directo alcance práctico que, aunque válidos para toda
circunstancia histórica, revisten especial actualidad en nuestros días.
El
primero, en el plano de los principios (universales). Los investidos con el
derecho a la educación de los hijos; aquéllos en los que primariamente recae la
obligación de velar por la perfección de su carácter y de su inteligencia, son
los padres. Más específicamente: ellos son titulares por derecho natural del
derecho a elegir libremente maestros y escuelas; a asociarse con otros para
crear escuelas; a supervisar la enseñanza de la escuela; a elegir educación
diferenciada por sexo; a instruir a sus hijos por sí mismos, si lo considerasen
necesario; a reservarse la educación sexual y la formación política; y a educar
en la fe [21].
El envés negativo de este corolario expresa que en esta tarea los órganos de
conducción políticos tienen una función subsidiaria, de aliento, promoción y
tutela, la cual tutela tiene como fin y medida el bien humano objetivo. Cuando
los órganos de poder del Estado pretenden arrogarse el derecho a la educación
integral de los niños, se tiene un defecto ex
auctore en la validez de tal política
pública, para decirlo con Sto. Tomas [22].
Pero hoy lamentablemente se impone
enunciar un segundo corolario, referido también al significado negativo del
principio del derecho de los padres a la educación de sus hijos. Y se impone
porque hoy los órganos de poder del Estado no sólo se extralimitan invadiendo
la legítima jurisdicción de los padres, sino que a veces lo hacen para imponer
valores contradictorios con el bien humano objetivo (invalidez ex fine, a veces bajo la forma de la más
plena disvaliosidad ético-jurídica). Es decir que el poder del Estado, además
de exceder sus competencias, ya no promueve el bien y evita el mal sino que
hace lo contrario (malum est faciendum,
et bonum vitandum): fomenta el
mal, obstaculiza el bien, difunde el error y prohibe enseñar la verdad. Es allí
cuando la imprescriptibilidad y obligatoriedad de la función paterna revelan
todo su valor y sentido; es allí cuando la misión de padre puede y debe
traducirse en resistencia, teniendo en mira la concreta persona de los hijos y,
por ello mismo, el bien común familiar, el bien común político y el bien común
sobrenatural.
[1] Cfr. Pontificio Consejo para la Familia , Carta de los derechos de la familia,
art. 5º.
[2] Staatslehre, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1983,
pp. 259 y ss..
[3]
C.S.J.N., Fallos (300:836).
[4]
Sergio R. Castaño, Principios políticos
para una teoría de la constitución, Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma,
2006, cap. VI, passim; allí nos
referimos también a otra propiedad clave del bien común político, su concretidad, en la que se funda la
independencia de la comunidad política.
[5]
“El problema de la persona y la
ciudad”, en Actas del Ier. Congreso
Nacional de Filosofía, Mendoza, 1950, t. III. pp. 1898-1907; reproducido
como apéndice en la reedición de su clásico Crítica
de la concepción de Maritain sobre la persona
humana (Buenos Aires, Éfeta, 1993).
[6] Así denomina Juan A. Widow esta
nota de la comunidad política (cfr. El
hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, Santiago de
Chile, Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación , 1988, pp.
75-76), nota en la que a su vez se asienta el principio de subsidiariedad
-sobre este principio ver infra-.
[7] En los términos de Tomás de Aquino:
“[...] el instrumento no actúa según su propia forma o virtud, sino según la
virtud de aquello por lo que se mueve [...]” (Summa Theologiae, IIIª, 64, 5 c). De allí que en la causalidad
instrumental se produzca una sola acción, efectuada por la causa principal a
través del instrumento: “[l]a acción del instrumento, en cuanto instrumento, no
difiere de la acción del agente principal” (ibid., IIIª, 19, 1 ad 2).
[8]
Sergio R. Castaño, Lecturas sobre el poder político, Parte II, cap. III, acápite C, en prensa
en U.N.A.M., México.
[9] “Tomar en serio el bien común”, en Sergio
R. Castaño-Eduardo Soto Kloss (ed.), El
derecho natural en la realidad social y jurídica, Santiago de Chile,
Academia de Derecho - Universidad Sto. Tomás, 2005, p. 64.
[10] Sobre este tema nos permitimos
remitir a Sergio R. Castaño, “¿Es el bien común un conjunto de condiciones?”,
en Serie Especial de Filosofía del
Derecho, Diario El Derecho, nº 21
(24/5/2011), pp. 5-8 (editado también en Italia, España y Chile) –si bien
reiteramos siempre que la mejor monografía contemporánea de conjunto sobre el
bien común político se debe a la pluma del argentino Avelino M. Quintas: Analisi del bene comune, Roma, Bulzoni,
1979 y 1988-.
[11] Camilo Tale, en sus Lecciones de Filosofía del Derecho, Córdoba, Alveroni, 1995, pp. 254-256,
propone utilizar la doctrina de la analogía de atribución para dar lugar a una
legítima inclusión del conjunto de condiciones -institucionales- en la noción
de bien común.
[12] En la línea en que Arthur-Fridolin Utz,
entre otros, se ha referido a las condiciones institucionales y económicas como
“hecho común exterior”, subordinado al cumplimiento del “bien común inmanente”,
auténtico y propio bien común de la sociedad (cfr. Éthique Sociale, trad. franc. É. Dousse, Friburgo, Éditions Universitaires,
1960, t. I., pp. 95 y ss.).
[13] El concepto de autarquía es central para la comprensión de la naturaleza y sentido
de la comunidad política. Nos hemos ocupado de ese concepto en la ética, la
economía, el derecho y la política en Orden
político y globalización. El Estado
en la contingencia actual, Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo Depalma, 2000,
especialmente capítulos III y VI; y de su validez sistemática como clave del
orden político en El Estado como realidad
permanente, Buenos Aires, La
Ley , 2003 y 2005, especialmente cap. VI, VII y VIII.
[14] Cfr. Summa Theologiae, II-IIae., 58, 9 ad 3um..
[15] Sea que se trate de “instituciones-cosas”
sea que se trate de “instituciones-personas” (al respecto cfr. la doctrina del
maestro Maurice Hauriou, La teoría de la institución y de la
fundación. Ensayo de vitalismo social, trad. Arturo E. Sampay, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1968, pp.
39 y ss.).
[16] Sobre la distinción entre fines qui, quo
y cui en relación con el bien común
social y político cfr. Pierre Philippe, Le rôle de l’amitié dans la vie
chrétienne selon S. Thomas d’Aquin, Roma, Angelicum, 1938, pp. 40-42;
Louis Lachance, L’humanisme politique de S. Thomas d’Aquin,
París-Ottawa, Éditions du Lévrier, 1939 y 1965 -en la ed. de 1965, pp. 321 y
ss.-; Guido Soaje Ramos, “Sobre la politicidad del derecho”, 1ª ed. 1958;
reeditado en El derecho natural en la realidad social y jurídica, pp.
42-44; Avelino M. Quintas, Analisi
del bene comune, pp. 174
y ss.; Héctor H. Hernández, Valor
y Derecho, Buenos Aires,
Abeledo-Perrot, 2000, pp. 101 y 102.
[17]
Sergio R. Castaño, El Estado como realidad permanente, cap.
II, apéndice. Sobre la concreción del principio de subsidiariedad en la práxis
jurídico-política cfr. Eduardo Soto Kloss, Derecho
administrativo. Temas fundamentales, Santiago de Chile, Lexis-Nexis, 2009,
pp. 67 y ss..
[18] Sobre la familia cfr. Juan Alfredo
Casaubon, “Filosofía de la familia”, en El
derecho natural en la realidad social y jurídica, pp. 869-903.
[19]
Cfr. Beatriz E. Reyes Oribe, “El derecho de la familia a la educación”, en http://contemplataaliistradere.blogspot.com..
[20]
Para un recto y ponderado
tratamiento del ámbito de la acción del Estado como agente primario y
secundario de la educación en aquellas dimensiones que exceden a la familia, a
los cuerpos intermedios y a la Iglesia cfr. Carlos a. Sacheri, “Estado y
educación”, editado como cap VI de Carlos A. Sacheri, Orden social y esperanza cristiana (H. Hernández-J. Villalba- R.
von Büren, eds.), Mendoza, Escipión, 2014, pp. 105-121.
[21]
Cfr. Beatriz Reyes Oribe, art. cit.
[22] Cfr. Summa Theologiae, I-IIae., 96, 4.
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