jueves, 14 de marzo de 2019

La mujer y su papel en el mundo actual por Maja Lukac de Stier


LA MUJER Y SU PAPEL EN EL MUNDO ACTUAL


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por Maja Lukac de Stier



Introducción

            Me propongo abordar el tema desde una perspectiva filosófico-teológica para dar el encuadre necesario al tema del papel de la mujer, ya que solamente se puede entender la actividad femenina y su función en el mundo actual si se comprende bien su especificidad metafísica.

1. Análisis onto-teológico

            La elaboración filosófica varía según la naturaleza del objeto que se estudia. Si este objeto de estudio es la mujer, la elaboración filosófica correspondiente es la antropología, que tienen como meta revelar la esencia del ser humano como un determinado y especial modo de ser dentro de la totalidad de lo que participa del Acto de Ser (esse).

El fenómeno humano de la división de los sexos presupone, como es lógico, una previa comprensión del sentido de lo humano como tal. La naturaleza humana, la humanitas, por la que soy igual a todos los de mi especie abarca el ser-mujer y el ser-varón como dos actualizaciones de un único ser, el ser humano.

Pero hay otra noción antropológico-teológica que abarca la naturaleza humana y la trasciende convirtiendo al ser humano en un  ser abierto a la transcendencia, con un destino eterno, esto es la “persona”. Como término es el único capaz de traducir toda la riqueza de sentido encerrada en el ser humano. La persona representa el modo perfecto de ser o de tener la existencia. La definición clásica “sustancia individual de naturaleza racional” expresa la totalidad, plenitud, independencia e incomunicabilidad ontológica propia de la persona humana. Metafísicamente, persona significa lo que es completo, lo que tiene la última perfección en el género de sustancia. Añade algo real a la sustancia individual que es precisamente esa incomunicabilidad o individualidad de subsistencia.

Ahora bien, la persona humana es el hombre concreto de carne y hueso, que por cierto implica todo ese contenido metafísico, pero que el hombre común resume en un término cotidiano simple: el “yo”. La persona humana es este yo total, único e irrepetible, causa y sujeto sustancial de todos sus actos: “yo soy”, “yo vivo”, “yo siento” y “yo entiendo y quiero”. Aunque en el “yo entiendo y quiero” la causa y sujeto de inhesión es propiamente el espíritu, en el “yo soy”, “yo vivo” y “yo siento” tal sujeto además del alma espiritual, encierra el cuerpo, sin el cual el principio inmaterial no puede vegetar ni sentir.

La realidad de la persona humana es espiritual y corporal a la vez; no es ángel ni bestia, es ni más ni menos que hombre. La existencia y la unión sustancial de alma y cuerpo es la conclusión necesaria a la que nos conduce un análisis objetivo de los caracteres de nuestra vida psíquica. Si no lo admitimos caemos o en el empirismo materialista que no puede dar razón de la vida espiritual, o en el espiritualismo exagerado que no puede dar razón de esa constante dependencia de la vida espiritual respecto de la vida psíquico-corporal. La unión sustancial, en oposición a la accidental o interacción que suponen dualismo, es la única posición que explica la unidad del yo personal, la identidad entre el “yo siento” y el “yo pienso”. En esa unión sustancial el alma, como forma, es principio de ser y de acción mientras el cuerpo, como materia signada por la cantidad, es principio de individuación. El alma especifica y el cuerpo individualiza. Ahora bien, este “yo soy” se concreta en el “yo soy hombre” y por tanto vivo, siento, entiendo y quiero masculina o virilmente; o bien “yo soy mujer” y por tanto vivo, siento, entiendo y quiero femeninamente. “La perfección de la persona humana no se encuentra reproducida en un único tipo de seres distintos, sino que está realizada de dos modos diversos, como persona masculina y como persona femenina. Hombre y mujer son iguales en cuanto personas y, consecuentemente, también en cuanto a su dignidad. Ambos son imágenes de Dios en el mismo grado de imitación imperfecta. De manera que el ser hombre o mujer no comporta ninguna limitación respecto a la persona y a su dignidad. Sin embargo, esta igualdad fundamental no anula la diversidad en cuanto a un modo o talante especial de realización de la persona humana”[1]. La masculinidad y la femineidad son diferentes como valores particulares de la persona humana, y, por tanto son, a la vez, complementarios. No son entre sí ni superiores, ni inferiores; pertenecen al valor personal y en este sentido son iguales; y por expresarlo en dos modalidades originales se perfeccionan mutuamente. Por eso no es posible explicar adecuadamente lo que es el ser personal del hombre sin referirse a lo femenino.

Si bien la diversidad entre lo masculino y lo femenino es a la vez biológica, psíquica y espiritual, Eudaldo Forment sostiene que es principal y fundamentalmente metafísica. “Esta profunda diversidad de orden metafísico respecto al hombre, que no impide la absoluta y profunda identidad personal en la persona y, por tanto, en la participación del ser, es la que explica las características o rasgos de la femineidad, que, con más o menos acierto, se la han ido atribuyendo a lo largo de la historia”[2]. La afirmación de la diferencia metafísica entre hombre y mujer se funda en la doctrina filosófica de la composición de alma y cuerpo de la persona humana. Tomás de Aquino demuestra que la causa de la individualización de las almas humanas es el cuerpo al que informan, pero esto es sólo causa ocasional como surge del siguiente texto del De ente et essentia: “Aunque su individuación depende ocasionalmente del cuerpo, en cuanto a su comienzo, porque no adquiere su ser individual sino en el cuerpo del cual es acto, sin embargo, no es preciso que, retirado el cuerpo, desaparezca la individuación, puesto que, teniendo el ser independiente, desde que adquirió el ser individuado, por el hecho que se hizo forma de este cuerpo, aquél permanece siempre individuado”[3].También en la Suma Teológica, el Aquinate afirma que el alma humana recibe su ser e individuación de parte de Dios en el cuerpo, pues: “el alma al ser parte de la naturaleza humana, no posee su perfección natural sino en cuanto unida al cuerpo. Por ello no sería conveniente que fuera creada antes que el cuerpo”[4]. Esta doctrina tomista sobre el alma humana prueba que cada alma es distinta de todas las demás, que es individual o singular por haber sido creada por Dios para un cuerpo determinado. También demuestra que cada alma es proporcionada únicamente a un cuerpo y no a otro. En el De Spiritualibus Creaturis, Sto. Tomás dice: “Aunque el cuerpo no sea de la esencia del alma, sin embargo, el alma según su esencia tiene una ordenación al cuerpo, en cuanto le es esencial que sea forma del cuerpo”[5]. Así pues, si cada alma humana posee una consonancia con el cuerpo al que informa, y por esta acomodación se distingue de las demás, y los cuerpos humanos son de varón y de mujer, se sigue que habrá almas masculinas y almas femeninas, según se adecuen a uno u otro tipo de cuerpo. Sin embargo, estos cuerpos no son la causa eficiente de la masculinidad y de la femineidad. Es Dios quien crea las almas de hombre y las almas de mujer, y el cuerpo sólo interviene ocasionalmente.

A propósito de este tema Cardona advierte que es un grave error, consecuencia del materialismo contemporáneo, referir la femineidad y la virilidad a lo corpóreo o fisiológico, pues al separarlo de lo espiritual, se convierte inmediatamente en “lo animal”, de modo tal que, al hablar de la mujer se piensa en la hembra y al hablar del varón se piensa en el macho[6].

Por último, el alma masculina y el alma femenina no son, sin embargo, dos especies de alma humana, sino dos modos de estar la misma esencia del alma en la realidad, que no la diferencian en el orden específico o inteligible, pues como afirma Tomás de Aquino en el Comentario al De Anima: “no teniendo el entendimiento órgano corporal, no pueden diversificarse los seres intelectuales por la diversa complexión de los órganos como se diversifican las especies de los seres sensitivos por la diversidad de los órganos, a la cual acompañan diversas relaciones a las operaciones de los sentidos”[7].

Podríamos decir que con lo expuesto ha quedado básicamente fundamentada, desde la antropología filosófica, la dignidad de la mujer, que es equivalente a la dignidad del hombre en tanto ambos son igualmente personas. Si bien, etimológicamente, no debiera decirse que se es digno por ser persona, sino más bien que se es persona por tener dignidad humana[8], el P. Victorino Rodríguez, O.P., nos recuerda que toda dignidad y dignificación humana tiene su raíz en la dignidad metafísica de la persona que le viene de los elementos constitutivos o perfectivos: el ser de naturaleza racional o intelectual, superior por tanto a los demás seres creados no intelectuales, de donde nacen las facultades de pensar, querer, elegir, sentir, obrar racional y libremente, etc., y la persistencia en el existir (subsistens distinctum) participado del Ipsum Esse Subsistens[9].

Desde un punto de vista teológico el tema de la dignidad se centra en el principio bíblico del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. “Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn.1, 27). Este texto del Antiguo Testamento constituye la “base inmutable de toda antropología cristiana”[10]. De él se desprenden las verdades fundamentales de la antropología teológica, a saber:
a)      El hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible.
b)     Ambos, hombre y mujer, fueron creados a imagen y semejanza de Dios.

Por cierto, Tomás de Aquino advierte que “no es semejanza de igualdad, porque el original excede infinitamente a la copia modelada. Y así se dice que se halla la imagen de Dios en el hombre, no perfecta sino imperfecta; eso es lo que significa la Escritura cuando dice que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, porque la preposición ‘a’ indica acercamiento, que sólo es posible entre cosas distintas”[11].

Como correctamente señala San Juan Pablo II en la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, de 1988, “El hombre-ya sea varón o mujer- es persona igualmente; en efecto, ambos han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a Dios es el hecho de que- a diferencia del mundo de los seres vivientes, incluso los dotados de sentido (animalia)- sea también un ser racional (animal rationale). Gracias a esta propiedad el hombre y la mujer pueden dominar a las demás criaturas del mundo visible”[12]. Este dominio fue establecido por Dios mismo en la Creación al ordenarles “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpentea sobre la tierra” (Gn.1, 28).

En la segunda descripción de la creación del hombre (Gn.2, 18-25) la mujer es creada por Dios “de la costilla” del hombre para que éste no esté solo y tenga una ayuda adecuada. Creada de este modo, la mujer es inmediatamente reconocida por el hombre como “hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer (issah) porque del varón (is) ha sido tomada” (Gn.2, 23). El lenguaje bíblico juega con la palabra is (varón) y su femenino issah (literalmente varona) para expresar la igualdad esencial entre el hombre y la mujer, y por tanto la misma dignidad específica desde el punto de vista de su humanitas[13].

Es interesante el comentario que hace Tomás de Aquino con referencia a la creación de la mujer en Gn. 2, 22-24, afirmando que “fue conveniente que la mujer fuese tomada del varón. Primeramente para significar que entre ambos debe darse una unión social. La mujer no debe “dominar sobre el varón en frase del Apóstol (I Tim. 2,12) por lo cual no fue formada de la cabeza, ni tampoco debe el hombre despreciarla como si le estuviese sometida servilmente y por ello no fue formada de los pies”[14]. La “unión social” a la que alude el Aquinate equivale a la “unidad de los dos” en el lenguaje usado por el Pontífice en la Mulieris Dignitatem, y ambas son expresiones fundadas en el texto bíblico que afirma que hombre y mujer se unen “y se hacen una sola carne” (cfr. Gn. 2, 24). Esta “unidad de los dos” que es signo de comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina. Basándose en el principio del ser recíproco “para” el otro en la “comunión” interpersonal se desarrolla la integración en la humanidad misma de lo “masculino” y de lo “femenino”[15].

Hasta aquí la fundamentación teológica de la igualdad esencial entre hombre y mujer, y su misma dignidad específica. Debemos ahora considerar otro aspecto, que no es el esencial sino el relacional. Es decir, debemos analizar las relaciones varón-mujer en el matrimonio, en la familia y en la sociedad en general. También para este aspecto de la mutua relación entre hombre y mujer, en el interior de la misma y única especie a la que ambos pertenecen, encontramos fundamento en la Palabra Revelada. En el A.T. el texto clave con respecto a la mujer en su relación con el hombre aparece en el relato de la caída, cuando Yahvé condena a la primera pareja humana en sus actividades esenciales, a la mujer como madre y esposa, al hombre como trabajador (Gn.3, 16-19). “A la mujer le dijo: tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos, con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará”. La dureza de estas expresiones podría hacer pensar en la ruptura de esa igualdad esencial. Sin embargo, el castigo no rompe esa igualdad ni esa dignidad si se las comprende adecuadamente; tan solo señala la vía de purificación y santificación propia de la mujer; de modo como “el ganar el pan  con el sudor de su frente”, castigo aplicado al hombre, supuesta su aceptación y el sacrificio redentor de Ntro. Señor Jesucristo, dignifica al hombre convirtiéndose en el medio para su salvación (cfr. Laborem Exercens).

Curiosamente, Tomás de Aquino frente a una objeción que consideraba que la sujeción y aminoramiento de la mujer fueron consecuencias del pecado, contesta distinguiendo una doble sujeción: “la servil, por la cual el Señor usa de sus súbditos para su propio provecho y que fue introducida después del pecado, y otra, subiectio o bien económica, o bien civil, por la cual el Señor emplea a sus súbditos para la utilidad y bienestar de los mismos. Esta segunda sujeción habría existido también antes de darse el pecado, ya que no se daría orden en la multitud humana si unos no fueran gobernados por otros más sabios. Pues bien, con esta sujeción, la mujer fue puesta bajo el marido ya por el orden natural”[16]. Desde luego el Aquinate no niega la sumisión de la mujer como castigo purificador y consecuencia del pecado original, pero abre la posibilidad a un modo de sumisión que no esté ligada a la culpa originaria, sino a las características biológicas, psicológicas y espirituales de la mujer. Éstas, profundamente originales y diferentes de las del hombre, determinan un orden natural dado en el que debe instituirse un principio de autoridad con el fin de lograr el bien común de la sociedad que hombres y mujeres integran para alcanzar con más perfección, seguridad y dignidad, cada uno su propio fin y bien personal, imperfectamente dentro de la ciudad terrena como preparación para su consecución perfecta en la Ciudad Celestial.

En el N.T. los textos centrales referidos a las relaciones varón-mujer pertenecen a San Pablo y, para no extendernos en citas, podríamos sintetizar estos textos paulinos en la alocución de Pío XII del 10 de septiembre de 1941 sobre “La autoridad en la familia”: “Por la santidad, por medio de la gracia los cónyuges están igualmente e inmediatamente unidos a Cristo. Por el bautismo son todos hijos de Dios, no hay diferencia entre hombre y mujer porque todos son uno en Cristo Jesús. Otra es en cambio la condición en la Iglesia y en la familia, en cuanto son sociedad visible…como Cristo, en cuanto hombre, está subordinado a Dios, como todo cristiano está subordinado a Cristo de quien es miembro, así la mujer está sujeta al hombre; el cual en virtud del matrimonio forma con ella una sola carne”.

No podríamos concluir un enfoque teológico del tema de la mujer si no hiciéramos una reflexión sobre el paradigma bíblico de la mujer: María, Virgen de Nazareth y Madre de Dios. La figura de María, la “llena de gracia” constituye el arquetipo de la dignidad personal de la mujer. En ella se da la plenitud de los dos órdenes, el natural y el sobrenatural. La “plenitud de gracia”, en el orden sobrenatural, concedida en previsión de que llegaría a ser Theotókos (Madre de Dios) significa al mismo tiempo la plenitud de la perfección de lo que “es característica de la mujer” de “lo que es femenino” en el orden natural[17]. María con su fiat responde al llamado del Señor diciendo: “He aquí la esclava del Señor” (Lc.1, 38) y de este modo se inserta en el servicio mesiánico de Cristo, convirtiéndose en la expresión más completa de la dignidad y de la vocación de la mujer. Las dos dimensiones realizadoras de ser femenino, la maternidad y la virginidad se encuentran y se unen en María de un modo excepcional. Coexisten sin excluirse ni ponerse límites[18].

2-Femineidad y realización personal

Acabamos un  breve análisis metafísico y teológico en torno a la figura de la mujer, fundándonos en la tradición filosófica clásica y en la tradición teológica judeo- cristiana, fundada en las Escrituras.  Analizaremos ahora las características de la femineidad en orden a entender cuál debe ser el papel de la mujer en el mundo actual.

San Juan Pablo II dedicó la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem para considerar el tema en cuestión. Este documento responde a una petición de los participantes a la VII Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar en Roma en el año 1987, sobre el tema: "La vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, veinte años después del Concilio Vaticano II". Al principio no parecía que la cuestión femenina tuviera que incluirse entre los problemas del Sínodo. Efectivamente, los Lineamenta preparatorios del 1-II-85, enviados a las diversas Iglesias particulares, no contenían alusiones explícitas a la mujer. Sin embargo, ya el Instrumentum laboris del año 1987, es decir, el documento de trabajo del Sínodo, hacía alusión al tema en tres pasajes diferentes. A la postre, se encontraban realmente veintiocho mujeres entre los sesenta representantes de los laicos que intervinieron en la Asamblea. Y el Card. Hyacinthe Thiandoum, Arzobispo de Dakar, afrontó directamente la cuestión en el discurso de apertura; cuando habló nada menos que de la necesidad de eliminar las discriminaciones "no objetivas" del sexo femenino.

La relación de todas las propuestas surgidas durante las discusiones, que fue elaborada al término de los trabajos, contiene dos largos párrafos dedicados a la mujer (propositiones 46 y 47)[19]. Allí se expresa el deseo de estudiar atentamente los fundamentos antropológicos y teológicos de la femineidad, de profundizar en la teología del matrimonio y de revalorizar tanto la maternidad como la virginidad. La Mulieris dignitatem constituye precisamente el cumplimiento de tales deseos. El hecho de que el Santo Padre haya querido dedicar a esta sola cuestión una Carta Apostólica, en vez de limitarse a incluirla junto con otros temas en el documento conclusivo del Sínodo, demuestra su importancia.

La Carta Apostólica Mulieris dignitatem fue publicada en un tiempo en el que se puede observar un cambio en el movimiento feminista. Ya no estaba tan de moda el feminismo radical, de matiz ecologista, con sus cultos rituales de brujería y la proclamación del poder mágico-materno de la mujer; más bien se había extendido un feminismo "moderado" social (corporate feminism) de las así llamadas "mujeres de carrera". En él, el matrimonio es tolerado, con tal que no amenace la autonomía de la mujer y no limite las posibilidades profesionales con la "trampa de la maternidad". Tampoco había aparecido aún el actual “feminismo abortista”, ni había legislación sobre el “matrimonio homosexual”. En ese momento, en las dos últimas décadas del siglo pasado, los partidos políticos más contrapuestos ideológicamente, a lo sumo coincidían en el compromiso de ampliar las cuotas de acceso de las mujeres a las diversas profesiones, incluida la militar. Por otro lado, a pesar de todas las tentativas de emancipación, avanzó de forma alarmante la comercialización de la mujer en la publicidad, en el cine, en el turismo y hasta en las bellas artes.

San Juan Pablo II se pone sin vacilaciones al lado de los que luchan por la igualdad de los derechos sociales y políticos de las mujeres. También a propósito de esto, las enseñanzas del Concilio Vaticano II son claras. El texto más famoso no se encuentra en la Mulieris dignitatem, pero está contenido en la Gaudium et Spes, que a su vez está citada 13 veces en la Carta Apostólica: “Sin embargo, cualquier género de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, tanto en el campo social como cultural, por razón del sexo, de la estirpe, del color (...), debe ser superado y eliminado, como contrario al designio de Dios”[20].

Pero veamos directamente un texto de esa Carta Apostólica para entrar más de lleno en el tema propuesto.

“Los recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer-como por su parte el hombre- debe entender su ‘realización’ como persona, su dignidad y vocación, sobre la base de esos recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibió el día de la creación y que hereda como expresión peculiar de la ‘imagen y semejanza de Dios’” (Mulieris Dignitatem, IV, 10).


Este texto del entonces Pontífice resume, de modo magistral, lo que ahora pretendemos analizar más detalladamente. La especificidad más propia de la mujer es, sin lugar a dudas, ser “portadora de vida”, “portadora del principio generador”. Esa realidad “potencial” la dota de rasgos y características anímicas y espirituales que constituyen su femineidad y la llevan a actuar de un modo peculiar, que la distingue del varón, no sólo cuando es madre, sino también cuando renuncia a la maternidad biológica para consagrarse virginalmente a Dios o bien para entregarse desde el celibato al servicio del prójimo.

En este análisis daremos por supuesta la diferencia corporal entre mujer y varón, evidentemente destinada a recibir la simiente de la vida y, con su personal poder de fecundidad, albergar un nuevo ser y alimentarlo antes y después del alumbramiento. Esto hace que la mujer se sienta más identificada con su cuerpo que el varón, y a su vez la lleva a sentirse más fuertemente unida a todo lo vital. “El hombre es el impulso que estimula; la mujer es la energía vital que desarrolla la vida”[21]. Como la relación con lo vital se expresa en la afectividad, en la mujer se da una mayor capacidad de “sentirse afectada” y de emocionarse. “La afectividad femenina vibra con más vehemencia, lo cual se debe a su mayor capacidad de percibir las ondas de la energía vital y divina que por dentro anima a los seres y los sacude, según situaciones de perfección o de frustración, de felicidad o de angustia, de bienestar o de dolor”[22]. Esta mayor emocionabilidad de la mujer respecto del hombre no significa que ella sea más rica en sentimientos, sino que en su modo de proceder, en sus decisiones, los sentimientos juegan un papel mayor que en el hombre. Por eso la mujer no necesita justificar sus sentimientos, se le imponen. En el hombre, en cambio, el amor o tiene o busca razones. Esto también explica una mayor espontaneidad y reacción más instintiva de parte de la mujer, frente a una actitud más reprimida y calculadora del varón.

Por su mayor sensibilidad vital y afectiva, podemos decir que también hay en la mujer una mayor sensibilidad estética, que se vincula con otras características propiamente femeninas como lo son la captación intuitiva de los valores, en este caso la belleza, y la atención en los detalles.

El tema de la captación intuitiva nos conduce a la consideración del modo de pensar propiamente femenino. Mayormente la mujer llega a la verdad por intuición y no por discurso o razonamiento puro. Capta la verdad de golpe, pero no con tanta certeza. En la intuición se vale de los detalles que percibe en las cosas y que le sirven de base para intuir nuevos aspectos. El mundo de la mujer se desenvuelve con mayor connaturalidad en el campo de las individualidades concretas; mientras que el mundo del varón circula con mayor holgura en la zona de las generalidades abstractas. Si recordamos que “concreto” literalmente significa “crecido junto” (del latín concresco: formarse por agregación), no nos parece extraño que la inteligencia de la mujer, más cercana a la vida, puede aprender con mayor facilidad el surgir de las partes que componen la figura de un todo individual. Por el contrario “abstracto” implica disociación, división y separación, más propias de la mentalidad analítica masculina. “No se trata de la oposición entre más o menos inteligencia del varón y de la mujer sino de dos tipos distintos de inteligencia: la una es inteligencia concreta y la otra inteligencia abstracta, basada la primera en un tipo de sentimiento más fluctuante y plástico y la segunda en un tipo de sentimiento más estable y sólido”[23]. En este acercarse a la realidad con un corazón despierto y un pensar sensibilizado, puede asomar la amenaza del subjetivismo y la sensibilidad desordenada, pero cuando la mujer, por su formación integral, supera esa tentación, adquiere como dice Romano Guardini el “acierto del saber vital”, o al decir de Clément la “sapiencialidad de las cosas”.

Este contacto más inmediato de la mujer con la realidad íntima de las cosas nos explica otro fenómeno observado con frecuencia, la mayor religiosidad de la mujer comparada con la del hombre. Por cierto, su más intensa afectividad le permite expresar más fácilmente los sentimientos de adoración y devoción, pues siente con más intensidad el impacto de la presencia del Absoluto, actuante en la naturaleza y en la vida humana. Por esto, también, podríamos afirmar que su religiosidad tiende más a lo místico que a lo especulativo.

En cuanto al mundo de la mujer, es un mundo de personas concretas más que de cosas. Ya sostenía Klages que la inteligencia concreta predominante en la mujer la llevaba a demostrar mayor interés por las personas, mientras el hombre se interesa más por las cosas, en razón de la inteligencia abstracta predominantemente masculina[24]. La especial sensibilidad femenina lleva a la mujer a comprender y a identificarse con las personas, con sus alegrías y sus tristezas. No se siente llamada a transformar el mundo y conquistarlo como sucede con el varón, sino que habita el mundo conectándose con la naturaleza, aportando quietud y permanencia, echando raíces. Por este motivo el arraigo, el amor a lo propio, a las tradiciones de los padres viene a través de la mujer, como bien saben los pueblos migratorios.

Todas estas características físicas, psíquicas y espirituales revestidas de una gran capacidad de recibir y dar amor constituyen la esencia de la femineidad y determinan la verdadera vocación de la mujer en su triple dimensión: como virgen, esposa y madre.

Inscripta en esta vocación fundamental, se destaca una peculiar misión. “Dios le confía de un modo especial al hombre, es decir, al ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y a cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer-sobre todo en razón de su femineidad- y ello decide principalmente su vocación” (Mulieris Dignitatem, VIII, 30).

San Juan Pablo II quiso ser aún más explícito indicando que los éxitos de la ciencia y de la técnica, mientras favorecen a algunos, conducen a otros a la marginación. De este modo, este progreso unilateral puede llevar también a una gradual pérdida de la sensibilidad por el hombre, por todo aquello que es esencialmente humano. Y aquí nuevamente pone de manifiesto la misión peculiar de la mujer a quien Dios ha confiado velar por el hombre; ella deberá humanizar la actividad del hombre. “En este sentido, sobre todo el momento presente espera la manifestación de aquel ‘genio’ de la mujer, que asegura en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre, por el hecho de que es ser humano. Y porque ‘la mayor es la caridad’” (Mulieris Dignitatem, VIII, 30).

El actual Pontífice, Papa Francisco, ha continuado el camino abierto por el Concilio Vaticano II y su predecesor San Juan Pablo II. A continuación transcribiré expresiones del Papa Francisco referidas al tema. En Evangelii Gaudium leemos: “La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones”…. El genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales”( E.G.,103); “Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente”, (E.G.,104). Las tres expresiones que hemos transcripto no necesitan mayor explicación. Son manifestación de la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad contemporánea por parte de la autoridad máxima de la Iglesia Católica Romana, el Vicario de Cristo.

En la primera Misa del 2018, el Papa Francisco, en su homilía sostuvo “la necesidad de mujeres líderes” para nuestra sociedad. “Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente” es otra de las frases pronunciadas en esa Misa. Una mujer líder, con su estilo femenino y materno (por el don natural) podría hacer soñar con su dirección una empresa, una organización o una familia. Hoy es más frecuente encontrar en algunos lugares de trabajo grupos conformados en su mayoría por mujeres y madres de familia.

“Las mujeres demuestran capacidades distintas y en algunos ámbitos, depende de la persona, con mayor desempeño que los hombres; por ejemplo en la organización y en la realización de múltiples funciones. No se trata de destacar en que son mejores ellas respecto al varón. Cada uno puede observar en su propio contexto la riqueza del trabajo en equipo del personal mixto en varias circunstancias”.  Para dar el ejemplo de la inclusión de la mujer en funciones que antes han desempeñado exclusivamente los varones, el Papa ha nombrado, por primera vez en la historia, un director de sus museos vaticanos, Jatta; mujer, capaz y preparada. Igualmente lo es la vice-directora de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, García Ovejero, profesional y curtida en el oficio periodístico.

Por eso, el liderazgo no tiene género. Se podría decir, en cambio, que el talento del liderazgo que pertenece a la persona, en la mujer tiene una variante de portada transformadora desde su unicidad de madre y de fémina y que abraza toda la realidad cuando se trata de dar una visión de conjunto y asumir directrices centradas en la persona.

Deseo concluir este breve aporte señalando que la presencia de la mujer, hoy en día, en todos los espacios, públicos y privados, en todas las profesiones, en las tareas más humildes como en las más encumbradas y de mayor responsabilidad, nos da a las mujeres una extraordinaria posibilidad, que no debemos desaprovechar enrolándonos en algo que nos somos, “machismo con faldas” para parafrasear el dicho usado por el Papa Francisco el viernes 22 de febrero en la cumbre antipederastía que se realiza en el Vaticano. 

Precisamente, nuestra tarea es poner esa mirada de ternura, de humanidad, de servicio al otro, propio de nuestra femineidad, para que el mundo actual, deshumanizado y asexuado, vuelva a vivir el orden natural. Tenemos una misión entregada por Dios desde la Creación. No hay mejor realización personal que cumplir con ella, cualquiera sea nuestra función y nuestra condición.

                                   Dra. Maja Lukac de Stier
                                     Académica de Número





[1] Forment, Eudaldo, “La mujer y su dignidad”, Verbo Nº 287-288, Madrid, 1990, p.1024.
[2] Idem, p.1025.
[3] Tomás de Aquino, De ente et essentia, c.6.
[4] Tomás de Aquino, Suma Theologiae I, q.90, a.4.
[5] Tomás de Aquino, Quaestiones Disputatae-De Spiritualibus Creaturis, q.un., a.9, ad 4.
[6] Cardona, C., “Acerca de la mujer y de la dignidad”, Servicio de Documentación Montalegre, 237, Barcelona,1989, p.10.
[7] Tomás de Aquino, In De Anima, II, lect.56.
[8] Sto. Tomás explica que “debido a que en las comedias y tragedias se representaban algunos personajes famosos, se empleó el nombre de persona para designar a los que tenían alguna dignidad. De ahí vino el que en las iglesias se acostumbrase llamar personas a los constituidos en dignidad…Y puesto que es gran dignidad subsistir en la naturaleza racional, a todo individuo de naturaleza racional se lo llama persona” (S.Th. I, 29,3, ad 2; I Sent.,dist.23,q.1,a.1).
[9] Cfr. Rodríguez, Victorino, O.P., “Estructura metafísica de la persona humana”, Verbo, Nº 287-288, Madrid, 1990, pp.979-1000.
[10] Cfr. Mulieris Dignitatem, cap.III, nº 6.
[11] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I,q.93, a.1.
[12] Mulieris Dignitatem, cap. III, nº 6.
[13] Idem.Los Padres de la Iglesia también afirmaron esta igualdad esencial en sus escritos. Cfr. Orígenes, In Iesu nave, IX, 9 (PG 12,878); Clemente de Alejandría, Paed I,4 (S. Ch.70, 128-131); San Agustín, Sermo 51, II,3 (PL 38,334-335).
[14] S.Th.I, q.92, a.3,c.
[15] Mulieris Dignitatem, cap.III, nº 7.
[16] S. Th. I, q.92, a.1, ad 2.
[17] Mulieris Dignitatem, cp. II, nº 5.
[18] Cfr. García, Juan José, Dignidad de la Mujer, ed. Claretiana, Bs. As, 1990, pp.59-67.
[20] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n.29.
[21] Cfr. Quiles, Ismael, S.J., Filosofía de lo femenino, Depalma, Bs. As., 1978, p.35.
[22] Idem, p.49.
[23] Mandrioni, Héctor, “Para una antropología de la femineidad”, Teología, T.XXVI, nº 53, Bs.As., 1989, pp.73-110.
[24] Klages, Ludwig, Los fundamentos de la caracterología, Paidós, Bs.As., 1959, p.120

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